Apagón: La frágil red de la civilización


Santiago, 25 de febrero de 2025. Todo comenzó con un parpadeo. Un instante en que las luces titilaron. Luego, la ciudad entera se hundió en la oscuridad. Calles repletas de autos atrapados en avenidas sin semáforos, supermercados cerrados abruptamente con clientes atrapados dentro, el sonido del desconcierto llenando el aire caliente de una tarde de verano.

Fuente: https://ideastextuales.com



Lo que en un principio parecía un corte puntual se transformó en un evento sin precedentes. Chile, de cabo a rabo, quedó sin electricidad. Un país entero apagado por una falla en una línea de transmisión en el Norte del país.

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Las ciudades nunca duermen. Desde el brillo de los rascacielos hasta los neones intermitentes de los barrios nocturnos, la electricidad ha configurado nuestra manera de habitar y entender el mundo urbano. Pero detrás de esa modernidad luminosa, hay una sombra que nos habla de desigualdades, fragilidad y un estilo de vida cada vez más dependiente de la energía. ¿Qué sucede cuando la electricidad falla? ¿Cómo ha transformado nuestra relación social y cultural con el entorno?

Desde su implementación masiva, la electricidad no solo ha iluminado las calles, sino que ha reconfigurado el espacio urbano. Ciudades como Nueva York, Tokio o São Paulo han convertido la noche en una extensión del día, con actividad comercial, social y cultural que se prolonga gracias a la luz artificial. La oscuridad ya no significa el fin de la jornada, sino el comienzo de otra.

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La primera reacción del gobierno fue la incredulidad. Luego, el desconcierto. Minutos después, la declaración de estado de excepción. En una sociedad construida sobre la certeza del suministro eléctrico, la falta de energía se sintió como un cataclismo. La noche cayó sobre un país en penumbra, y con ella llegaron los rumores, el miedo y la improvisación. Algunos barrios organizaron patrullas vecinales. Otros simplemente esperaron, como se espera un desastre natural inevitable. A diferencia de un terremoto o un huracán, aquí no había vientos ni temblores, sólo la evidencia de nuestra dependencia absoluta de la electricidad.

En el centro de Santiago, el apagón fue sinónimo de caos. Oficinistas que salían del trabajo se encontraron atrapados en una ciudad sin transporte público, bancos que cerraron sin previo aviso, hospitales operando al límite con generadores de emergencia. Un Metro completamente paralizado significó que miles de personas se volcaran a las calles, caminando por la Alameda como si fueran peregrinos de una distopía. Sin electricidad, los teléfonos también comenzaron a perder batería, dejando a miles desconectados del mundo, sin forma de coordinar con sus familias.

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Con la expansión de internet, la electricidad dejó de ser solo una cuestión de iluminación para convertirse en un pilar de la hiperconectividad. El teletrabajo, la educación virtual, las redes sociales y el entretenimiento dependen de una infraestructura energética confiable.

En este escenario, la electricidad es más que un servicio. Es un derecho no declarado que define la participación en la vida moderna. Cuando la electricidad falla, el mundo moderno se detiene. El transporte se paraliza, los sistemas de comunicación caen, los alimentos en refrigeradores corren riesgo y la rutina diaria se desmorona. En grandes ciudades, un apagón puede significar desde pérdidas económicas millonarias hasta momentos de tensión social y saqueos. Pero, paradójicamente, también puede generar experiencias de conexión humana inusuales: vecinos que conversan en la penumbra, niños redescubriendo juegos sin pantallas, familias reunidas sin interrupciones digitales.

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El presidente Gabriel Boric, visiblemente molesto, apuntó contra las empresas responsables. «No es tolerable que por negligencia o por falta de inversión, un país entero quede paralizado», dijo en una cadena nacional transmitida desde una sala iluminada con baterías de respaldo. Al día siguiente, el suministro se fue restableciendo por sectores, pero la sensación de vulnerabilidad quedó grabada en la memoria colectiva. La tecnología, ese dios de luz fría y pantallas, había fallado. Y con él, toda la estructura social que depende de su resplandor.

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La electricidad es, entonces, un regulador de nuestros vínculos. Su ausencia nos obliga a una pausa, a una introspección forzada en una sociedad donde lo instantáneo es la norma.

Más allá de su utilidad práctica, la electricidad es un símbolo de desarrollo. En muchas comunidades, la llegada de la red eléctrica marca la entrada a la modernidad, mientras que su ausencia es sinónimo de olvido. La luz eléctrica, como símbolo de progreso, ha sido un elemento recurrente en la narrativa de gobiernos y proyectos de modernización, a veces sin considerar que su distribución sigue reproduciendo desigualdades estructurales.

Pero también hay resistencia. Movimientos ecológicos y defensores de estilos de vida más sostenibles cuestionan la dependencia extrema de la electricidad y promueven alternativas menos invasivas. La transición hacia energías renovables es parte de este debate. Una apuesta por la sustentabilidad que, si bien aún enfrenta desafíos tecnológicos y económicos, puede redefinir la relación de las ciudades con la energía.

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Cuando finalmente la luz regresó a los hogares chilenos, lo hizo con una revelación inquietante. Nuestra vida está sostenida por una red tan frágil que un fallo puede hacernos retroceder en el tiempo. Durante esas horas de oscuridad, Chile no fue un país moderno. Fue un conjunto de sombras moviéndose entre las calles, recordando cómo era la vida antes de que todo dependiera de un enchufe. Casi un tour por el infierno.

Por Mauricio Jaime Goio.


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