El derrumbe de un sueño. Algo hallado pasando. Resultabas ser tú. Una esponja sin dueño. Un silbido buscando
Resultaba ser yo… (Silvio Rodríguez)
Fuente: https://ideastextuales.com
El derrumbe de un sueño no siempre ocurre con estrépito, a veces se desmorona en silencio, como un edificio cuyos cimientos han sido carcomidos por el tiempo. Así lo canta Silvio Rodríguez en El derrumbe de un sueño, y así sucede con la utopía digital de las redes sociales. Lo que alguna vez fue imaginado como un espacio de democratización de la información, de conexión sin fronteras y de expresión sin filtros, ha colapsado bajo el peso de su propia lógica algorítmica.
La pureza inicial, ese sueño de un ágora digital abierta y plural, ha sido sustituida por una arquitectura invisible que premia la indignación sobre el diálogo, la polarización sobre el matiz y el espectáculo sobre la reflexión. En su lugar, ha emergido un nuevo orden moral, gobernado no por principios universales ni por acuerdos colectivos, sino por códigos diseñados para maximizar la permanencia en la pantalla, dictando qué se ve, qué se siente y qué se cree.
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Hace unos años, todavía pensábamos que las redes sociales eran un espacio donde cualquiera podía decir lo que quisiera, discutirlo y ver qué quedaba en pie después del debate. Ahora sabemos que esa idea era ingenua. Las redes no son una plaza, sino un espejo de feria donde cada uno ve una versión distorsionada de sí mismo, amplificada por un algoritmo diseñado para que permanezca en su propio reflejo el mayor tiempo posible.
Pero lo que se ha impuesto no es solo un cambio en cómo consumimos información, sino en cómo entendemos la moral, el discurso y la cultura misma. En la era de las redes, los límites de lo decible no los dicta una academia, un parlamento o una iglesia, sino un código opaco que decide qué se amplifica y qué se silencia. El lenguaje se ha convertido en una mercancía digital: lo que más circula no es lo más profundo, sino lo más rentable.
Toda cultura se basa en palabras, en relatos, en símbolos compartidos. Hasta hace poco, esos relatos surgían de la literatura, el periodismo o la conversación cotidiana. Ahora, los significados se construyen en plataformas cuyo lenguaje es escrito por código y no por la comunidad. En Twitter (o X, si seguimos el capricho de su dueño), las palabras no tienen el mismo peso que en un ensayo o una plaza pública. Su valor depende de la cantidad de interacciones que generen.
Esta lógica ha creado un fenómeno lingüístico inédito. Una moralidad algorítmica en la que ciertos términos se elevan a la categoría de absolutos y otros desaparecen en la irrelevancia. Las palabras no significan lo que dicen, sino lo que el algoritmo decide que deben significar. «Libertad», «justicia», «fascismo» o «censura» son ahora fichas de un juego semántico en el que los discursos ya no se sostienen por la solidez de su argumentación, sino por su capacidad de encajar en la estructura de tendencias de una plataforma.
Y esto no es un debate abstracto. La lucha entre Elon Musk y Apple, entre la «libertad total» de X y la supuesta ética de la privacidad de Tim Cook, es en realidad una pugna por quién define los límites del discurso digital. Musk pretende una red sin filtros, donde el ruido se confunda con la verdad, mientras que Apple se erige como la guardiana de la privacidad en un mundo donde el negocio sigue siendo el mismo: controlar la información. Lo que está en disputa no es solo un modelo de negocios, sino una forma de hablar y, en última instancia, de pensar.
El economista Joseph Stiglitz lo advierte sin tapujos: estamos ante una nueva forma de propaganda, más sofisticada y efectiva que cualquier maquinaria del siglo XX. El lenguaje ya no es solo un vehículo para el pensamiento, sino una herramienta de manipulación masiva. Lo que se viraliza no es lo que mejor explica la realidad, sino lo que más polariza. Las palabras han perdido su peso simbólico y se han convertido en simples datos que pueden ser monetizados.
En este contexto, el concepto de libertad de expresión se ha vaciado de contenido. No se trata de quién puede hablar, sino de qué tipo de discurso es amplificado. Es la diferencia entre el derecho a decir algo y la posibilidad real de ser escuchado. Y ahí está la trampa. En un ecosistema controlado por corporaciones que monetizan la indignación y la controversia, el poder ya no está en la voz del individuo, sino en el código que decide qué voces tienen alcance.
Lo vemos en la forma en que las palabras se transforman en tótems de batalla: «woke», «fascista», «progre», «patriota». Son etiquetas que no describen, sino que posicionan dentro de un campo de batalla diseñado para la viralidad. Antes, las palabras eran herramientas de pensamiento, hoy, son armas de guerra digital.
La cultura no es estática. Ha cambiado con la imprenta, con la radio, con la televisión. Pero nunca habíamos visto una transformación tan acelerada como la que estamos viviendo ahora. Antes, el lenguaje se modificaba por el uso colectivo, por las interacciones de millones de personas a lo largo del tiempo. Hoy, esos cambios ocurren en cuestión de días, y no son resultado de un proceso natural, sino de decisiones tomadas en salas de juntas de Silicon Valley.
La pregunta clave es: ¿cómo controlamos este nuevo orden moral? ¿Cómo evitamos que el lenguaje, nuestra principal herramienta para construir sentido, sea secuestrado por intereses comerciales? La regulación es una opción, pero plantea un dilema: ¿quién regularía a los reguladores? La educación digital es fundamental, pero insuficiente si las plataformas siguen funcionando con la lógica de la viralización extrema.
Tal vez la única respuesta viable sea recuperar el sentido del lenguaje fuera de los espacios que lo distorsionan. Volver a la conversación en su sentido más humano. Cara a cara, sin intermediarios digitales que dicten qué es importante y qué no lo es. La única manera de resistir la dictadura del algoritmo es reconstruir un espacio donde las palabras vuelvan a ser nuestras, donde no dependan de un trending topic para existir.
Mientras eso no ocurra, seguiremos viviendo en un mundo donde la cultura, el pensamiento y la moralidad no se construyen en el debate, sino en una línea de código.
Por Mauricio Jaime Goio.