La satanización de la violencia


 

La violencia ha sido satanizada en el discurso contemporáneo, promoviendo una visión utópica de la humanidad en la que la convivencia pacífica se logra eliminando todo rastro de fuerza o conflicto. Sin embargo, esta postura, si bien parece esperanzadora, ignora la complejidad de la naturaleza humana y el rol histórico que ha jugado la violencia en el desarrollo de las sociedades. No toda violencia es mala, y entender esta premisa es crucial para analizar las políticas actuales que buscan la «erradicación total» de esta fuerza inherente.



La naturaleza misma es violenta. Fenómenos como tormentas, erupciones volcánicas o terremotos demuestran que la violencia es un principio organizador de la existencia. De igual manera, las sociedades humanas han dependido de ella, tanto física como estructural, para garantizar el orden y, en algunos casos, la justicia. Intentar eliminar todo rastro de violencia es una negación de nuestra esencia como especie y de las dinámicas del mundo en el que vivimos.

La cultura de la no violencia, promovida por organismos internacionales y sistemas educativos, busca erradicar incluso expresiones mínimas de agresión, sin discernir entre actos violentos con fines destructivos y aquellos que, aunque incómodos, resultan necesarios. Esta visión simplista conduce a un debilitamiento de las sociedades, convirtiéndolas en comunidades incapaces de defenderse o establecer límites claros ante situaciones de injusticia.

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Antonio Gramsci, teórico marxista, planteó la deconstrucción de la sociedad como un objetivo ideológico que subyace en muchas de estas iniciativas. Al etiquetar como violencia actos cotidianos, como un comentario o una mirada mientras se celebran otros, como el aborto avanzado bajo el argumento del empoderamiento, se evidencia una incongruencia que tiene más tintes ideológicos que éticos.

Es fundamental diferenciar entre la violencia negativa y la violencia necesaria. La primera es aquella que daña sin propósito ni justificación, mientras que la segunda busca restablecer el equilibrio, proteger la justicia o defender la libertad. Esta distinción no busca justificar el abuso, sino replantear la forma en que abordamos este fenómeno.

Un régimen totalitario, por ejemplo, rara vez cede su poder mediante manifestaciones pacíficas. La historia demuestra que en muchos casos la fuerza organizada y legítima ha sido el único camino para restablecer la democracia y garantizar los derechos humanos. Pretender que se puede enfrentar una dictadura con «abrazos y flores» es una ingenuidad peligrosa que ignora las lecciones del pasado.

La estigmatización del hombre como violento y de la mujer como víctima eterna del patriarcado es otro ejemplo de cómo la narrativa actual simplifica cuestiones complejas. Este estereotipo no sólo polariza a la sociedad, sino que también niega la capacidad de ambos sexos para ser agentes de cambio, tanto en contextos pacíficos como en situaciones que requieren acción contundente.

Es importante cuestionar de dónde provienen las políticas que promueven esta «cultura de paz». Muchos de estos programas están financiados por organismos internacionales que buscan imponer una agenda progresista, ajena a las realidades locales. En lugar de fomentar sociedades resilientes y críticas, estas iniciativas promueven la sumisión y el conformismo, dejando a las comunidades vulnerables frente a amenazas externas e internas.

La educación, como motor de cambio social, debe abordar la violencia desde una perspectiva realista y equilibrada. Enseñar a los jóvenes que toda violencia es intrínsecamente mala es negarles herramientas esenciales para enfrentar la vida. En lugar de ello, se debe promover el discernimiento, ayudándoles a identificar cuándo la violencia es un acto de agresión injustificada y cuándo es un medio necesario para alcanzar un fin legítimo.

El discurso de la no violencia absoluta no sólo es utópico, sino también peligroso. Al ignorar la naturaleza dual de la violencia, se corre el riesgo de dejar a las sociedades desarmadas, tanto física como moralmente, frente a los retos que enfrentan. La paz no se logra negando la existencia del conflicto, sino aprendiendo a gestionarlo de manera efectiva.

En este sentido, es vital recordar que la paz no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de gestionarlo adecuadamente. Esto incluye reconocer que, en ocasiones, el conflicto requiere medidas firmes y contundentes para evitar consecuencias mayores.

La promoción de la cultura de paz debe estar acompañada de un análisis crítico de sus fundamentos. ¿Estamos construyendo sociedades fuertes y autónomas, o comunidades débiles y dependientes de agendas externas? Este es un debate que no podemos ignorar.

Marcelo Miranda Loayza

Teólogo, escritor y educador


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