El Colorau se sentó sobre el enorme horcón de cuchi que estaba tirau en el suelo, y suspiró con aire cansado.
Casi anochecía en Santa Cruz.
Estaba en casa de nuevo.
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Nueve años.
Nueve años habían transcurrido desde aquel fatídico día, el día en que se fue para la tierra de los guaraníes.
Alguna que otra vez había vuelto, pero de forma esporádica y a escondidas.
Era lógico.
El estado de guerra no le permitía nada que fuera placentero.
Y claro…
En las calurosas noches transcurridas en la Misión de Saipurú, tuvo la oportunidad de repasar muchas cosas.
Él sabía que en Santa Cruz su familia sufría.
Estaba al tanto del proceder constantemente agresivo del Brigadier Aguilera.
Francisco Xavier de Aguilera, el hombre que alguna vez fue su amigo.
El hombre que le arrancó la vida a su compañero de armas, el valiente Nacho Warnes.
¡Que desgracia carajo!
-renegó mentalmente el Colorau.
Nueve años atrás…
Pensativo, encendió un charuto y recordó la batalla de La Florida y Santa Bárbara.
Parecía un siglo, pero apenas habían pasado pocos años.
Ahora las cosas eran diferentes.
Quince años de guerra habían llegado a su fin y Santa Cruz era libre.
Y lo más importante.
Él estaba de nuevo en casa.
Abrazar a su madre, ya era el mejor premio.
El Colorau se miró las botas y recién reparó cuanto le dolían los talones. Levantó la mirada y a media cuadra observó a su viejo caballo que pastaba tranquilo en la gramita de la esquina.
Cuántas historias con ese cuadrúpedo.
Miró la calle.
Todo seguía igual, a pesar de ser todo diferente.
Y entonces pensó en su amigo José Manuel, su tocayo, el hombre a quien desde chico llamaban Cañoto y pensando en esto sonrió divertido, recordando el origen del apodo.
Cañoto.
Y claro.
Pensó en su otro amigo mientras miraba la plaza, observando el sitio donde la cabeza de mal olor estuvo clavada en la pica, ahí mismo, cubierta de moscas verdes que se peleaban el sangriento festín.
Su amigo Nacho.
El gaucho enorme de ojos claros, el hombre que le marcó el camino, el mismo que no admitía términos medios.
Lo recordó…
Con Nacho Warnes las cosas debían ser claras.
O se era amigo o enemigo, y en ambos casos él valoraba la decisión tomada.
¡Qué desgracia carajo!
-renegó mentalmente el Colorau.
No mereció morir de esa forma.
Pero ya estaba hecho.
Era lunes, y el miércoles sería la procesión.
La procesión para desenterrar la cabeza que estaba sepultada en la casa de la zarca Ana Barba.
La cabeza de Ignacio Warnes, que aún reposaba en el mismo sitio, debajo de la cama, el único lugar seguro, el sitio donde ella la escondió aquella noche, la noche que junto a Cañoto y Pancho Rivero, su esposo, la rescataron de la Plaza.
En realidad, fue ella quien quitó la cabeza ya podrida de la pica, fue ella quien la metió en una bolsa y fue ella quien corrió por las oscuras calles cruceñas, llevando la cabeza de su padrino de bodas.
Solo tenía veintiún años la zarca en esa época.
El Colorau no pudo evitarlo.
Se conmovió al recordar el hecho.
¡Qué valiente mujer!
Y bueno…
Le darían cristiana sepultura con los honores correspondientes.
De pronto, el Colorau se sintió cansado.
Santa Cruz ya era libre y un mayor desafío esperaba.
Él era el gobernador ahora, un mérito ganado en muchas batallas.
– «Santa Cruz con la Gran Provincia de Moxos será un país grande y poderoso.»
-pensó el Colorau.
Estaba cansado y no pudo evitar un bostezo, mezcla de cansancio y aburrimiento prematuro.
– «Construiremos un gran país, el sitio donde convergerán todos los caminos del continente, un país hermoso con gente de límpida frente y leal corazón…»
-dijo en voz baja, mientras se levantaba del tronco de cuchi.
Pero el Colorau no sabía, no sospechaba que poco tiempo después perdería su cargo de gobernador bien ganado en batalla.
No sabía que el andino centrismo emergente desde Charcas, le enviaría un reemplazo y que la población bajaría la cabeza, sin hacer respetar a su héroe.
Tampoco imaginaba, que un par de vendidos irían a una constituyente a entregar Santa Cruz al nuevo amo, un país que nació muerto.
No sospechaba el Colorau, que 200 años después abundarían los traicioneros y vendidos y que sus quince años de guerra con sus amigos muertos valdrían una mierda, porque el proyecto de La Nación de Llanos nunca se haría realidad…
¿Libertad?
¿Qué libertad festejarían los cruceños después de ese día, doscientos años después?
Él no lo sabía.
No lo sospechaba.
Anochecía y el Colorau sintió hambre, la misma hambre que sentía en las noches calurosas de Saipurú.
Solo que había una diferencia.
Su madre tenía ya lista la cena.
Un delicioso locro de gallina criolla.
Anochecía en Santa Cruz de la Sierra.
Era el final de un día agitado y el calendario marcaba:
Catorce de febrero de mil ochocientos veinticinco…
El Día de la Independencia Cruceña.
Un día como hoy.