Nunca estuvimos tan lejos del mar como ahora, pero “qué bien que la pasamos” durante los años en que se alimentó la ilusión de que en La Haya se iba a conseguir lo que durante un siglo no se pudo en la mesa de negociaciones con Chile.
Los gobiernos del MAS alimentaron el cuento de una victoria jurídica en “aguas” internacionales, no solo para distraer la atención de temas mucho más importantes, sino para mantener a los bolivianos en una suerte de vilo emocional, estrategia que les sirvió durante muchos años.
Todo comenzó con las ceremonias andinas de posesión presidencial, la entrega del báculo ancestral al indígena Evo Morales en los templos de las culturales milenarias. Investido con los poderes de los ancianos, el “elegido” llegaba hasta ese lugar para gobernar más allá del tiempo de los mortales, durante otros 500 años.
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Y el capítulo siguiente, animado por los mismos latidos patrióticos, se dio en los campos del gas, hasta donde llegó la nacionalización de los hidrocarburos, el desembarco de las fuerzas de un país que ya no estaba dispuesto a someterse a los “intereses” imperiales y que afirmaba su propiedad sobre la riqueza de su subsuelo.
La retórica emotiva lo contagiaba todo. Los encendidos discursos oficiales, los actos públicos, las horas cívicas colegiales, los desfiles estudiantiles y el decorado de los balcones en todas las efemérides.
No era para menos. En poco tiempo, los bolivianos supuestamente habían descubierto que podían decidir por sí mismos sobre su futuro. Fue una época de fervor revolucionario, de banderas en lo alto y de pedestales para acomodar los bustos de los nuevos héroes.
Todo parecía posible. El lanzamiento del satélite Tupaj Katari fue algo así como la llegada de Bolivia a la luna y hasta se organizaron avistamientos colectivos para observar en el cielo así sea un tímido reflejo de la chatarra que nos iba a poner en contacto con y a la altura de los países más adelantados del mundo.
Bolivia, señores, había dejado atrás la miseria. La economía crecía, los ingresos se multiplicaban y hasta hubo quien describió el milagro como la antesala del ingreso del país en las grandes ligas desarrolladas.
De “tú a tú” con el resto, los gobiernos del MAS exhibían las altas calificaciones en la libreta de los indicadores económicos, como la demostración más clara de que la culpa del atraso la habían tenido los otros, esos pocos que se repartieron la riqueza del país en el pasado.
Pero estar en “vilo emocional” tiene sus consecuencias. El momento menos pensado, la realidad se abre paso, dolorosamente, la euforia se convierte en frustración y la frustración en rabia.
La Haya no fue un campo de victoria, sino el lugar donde se produjo la segunda y casi definitiva derrota de la causa marítima boliviana.
Si durante años, Chile al menos tuvo que enfrentar la presión hemisférica para sentarse a dialogar, en la Corte Internacional la justicia le dio la razón y ya no tiene nada que negociar con Bolivia.
La derrota jurídica fue tan contundente, que a Bolivia solo le quedó el silencio, la tímida reiteración de los objetivos en deslucidos actos oficiales, algunos desfiles de estudiantes apáticos y un Abaroa sin mucho ánimo para los homenajes de siempre.
En el capítulo nacionalización, el desenlace se parece a una tragedia. Bolivia no solo dejó de ser un país productor y exportador de gas, sino que muy pronto se convertirá en importador neto.
Los millonarios ingresos del gas – más de 100 mil millones de dólares, dicen los entendidos, – sirvieron de muy poco. Hoy la gente se pregunta a ¿dónde fue a parar semejante cantidad de dinero?, ¿dónde están las nuevas escuelas, los nuevos hospitales, las nuevas carreteras, la infraestructura productiva, las mejoras en la educación? ¿Dónde quedó el paraíso?
Del satélite Tupaj Katari en una de esas quedan restos de chatarra dispersos en la profundidad del mar. No llegamos a la luna, ni acortamos la brecha tecnológica, ni nos comunicamos mejor entre nosotros, ni con el mundo. Fue otro gasto insulso más, como tantos otros. Un nuevo eslabón de frustración en la cadena.
También ahora, al alumno que había presumido de sus altas calificaciones en economía, llega a casa cabizbajo con una libreta que resume sus fracasos.
Bolivia ya no crece, los ingresos han caído a menos de la mitad, el déficit fiscal es el más alto en décadas, la inflación también, las arcas del Estado están vacías, no hay dólares, ni plata para gasolina. Lo peor, nadie sabe de dónde vendrán los recursos para sacar al país del pozo.
Es el antes y el después de un país que durante mucho tiempo vivió en el engaño, nada más que, a diferencia de lo que muestran las propagandas que utilizan este recurso, el “después” resulta mucho más frustrante que el antes.