En el siglo XXI la velocidad es la regla, la productividad una religión y la mesa un campo de batalla donde la comida se consume más que se disfruta. En las grandes ciudades, cada vez es más común ver a alguien comer solo, un plato improvisado frente a una pantalla, desplazando el ritual ancestral de compartir el pan con otros. Y aunque parezca un detalle menor, las consecuencias son profundas.
En un mundo donde el individualismo se ha convertido en norma, el acto de comer ha perdido su carácter sagrado. La comensalidad, ese pacto social que nos hizo humanos, se desmorona frente al avance de la hiperconectividad y la prisa. Sin embargo, la ciencia (y quizás el sentido común) nos reafirma lo que la intuición ya sabía: comer juntos es un acto de cohesión, una forma de narrarnos en comunidad y reforzar los lazos que sostienen la vida cotidiana.
Investigaciones en el ámbito de la nutrición y la psicología han confirmado que compartir las comidas influye en la salud emocional y física de las personas. No se trata solo de lo que comemos, sino de cómo lo hacemos. Las comidas en familia, por ejemplo, han sido asociadas con menores tasas de obesidad infantil y una mejor salud mental en adolescentes. En los adultos, la compañía a la hora de comer reduce los niveles de ansiedad y depresión, dos de los grandes males contemporáneos. Comer en solitario, por el contrario, se vincula con dietas más pobres y un aumento en el consumo de alimentos ultraprocesados.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Pero la comida no es solo un asunto de calorías y nutrientes. Es un acto simbólico, una práctica que moldea nuestras identidades y refuerza nuestra pertenencia. Las cocinas nacionales no se entienden sin la experiencia colectiva de la mesa. ¿Qué sería de México sin sus largas sobremesas con tacos al centro? ¿O de Argentina sin los asados de domingo? La comensalidad es una expresión cultural que trasciende los ingredientes y se inscribe en la memoria de los pueblos. Comer juntos es participar en un relato común, en la transmisión de un lenguaje que une generaciones y moldea sociedades.
En la era del trabajo remoto, los horarios desajustados y la omnipresencia de los dispositivos electrónicos, la mesa ha cedido terreno ante la pantalla. Estudios recientes señalan que el porcentaje de personas que comen solas va en aumento en el mundo occidental. En España, uno de los bastiones de la dieta mediterránea, el 23% de los adultos ya comen sin compañía de manera habitual. La televisión, los celulares y las tabletas han reemplazado la conversación, reduciendo la experiencia de la comida a un acto fisiológico. Nos nutrimos, pero no compartimos.
El impacto de esta transformación no es menor. En un contexto de crisis social y fragmentación, la mesa podría ser el último refugio de la comunidad. La idea de recuperar la comensalidad no es un capricho nostálgico, sino un acto de resistencia cultural. Sentarse a la mesa con otros implica una pausa, una oportunidad para mirarnos a los ojos, escuchar y ser escuchados. En un mundo que celebra la velocidad y la productividad, el simple hecho de comer con otros es un gesto radical.
El desafío es claro: revalorizar la mesa como espacio de encuentro. Desde políticas públicas que fomenten el tiempo de comida en las escuelas hasta iniciativas comunitarias que revitalicen la comida como un acto colectivo, es necesario repensar la forma en que nos relacionamos con la alimentación. No se trata solo de qué comemos, sino de con quién lo hacemos.
En un mundo cada vez más individualista, compartir la comida sigue siendo una forma de reafirmar nuestra humanidad. El acto de comer juntos es mucho más que un hábito: es un rito, un lenguaje y un refugio. Quizás sea hora de devolverle su lugar en la vida cotidiana antes de que la prisa termine por devorarnos por completo.
Por Mauricio Jaime Goio.