El asesinato eterno


El martes 18 de marzo de 2025, más de sesenta años después del disparo que partió en dos la cabeza de un presidente y el alma de una nación, Estados Unidos volvió a mirar al pasado como quien hurga una cicatriz que nunca cerró. Donald Trump, de regreso en la Casa Blanca, anuncia la desclasificación de decenas de miles de documentos sobre el asesinato de John F. Kennedy. Habla de transparencia, de justicia, de verdad. Pero lo que se entrega no es revelación, sino un rito. Una ceremonia que reafirma lo que ya intuimos. El secreto, más que una caja cerrada, es una máquina de narrar.

En teoría, el 99 por ciento del archivo ya estaba disponible. Seis millones de páginas que documentan, repiten, cruzan cables y testimonios, memorandos y teorías. Y, sin embargo, cada nuevo paquete de documentos levanta la expectativa como si fuera la primera vez. Trump asegura que esta vez no habrá tachaduras, que la verdad vendrá completa. Pero la realidad, como siempre, es menos cinematográfica. Los archivos llegan sin orden, sin clasificación clara, con páginas borrosas, textos mecanografiados ilegibles, documentos duplicados. Y, sobre todo, sin una narrativa.



Eso es lo que el Estado se niega a entregar. No son los hechos detrás de los que va la gente, sino del relato. Porque lo que se esconde bajo el secreto no es solo información, sino la posibilidad de imponer un sentido. En ese vacío ha prosperado una contrahistoria, una mitología paralela tejida por teóricos de la conspiración, investigadores amateurs, cineastas y periodistas, alimentados por la sospecha de que detrás del tirador solitario hubo algo más. Y en esa sospecha, el poder del Estado ha sido su propio enemigo. Al negar, al ocultar, al dosificar la información, ha cultivado el clima perfecto para que florezca lo otro, lo apócrifo, lo fantástico.

El archivo de Kennedy no es una colección de papeles. Es un campo de batalla entre versiones, donde la verdad importa menos que la legitimidad del que la narra. En los márgenes del archivo —en las tachaduras, en los plazos incumplidos, en los silencios— se ha escrito una historia alternativa de América. Una historia donde la CIA estuvo detrás del crimen, o los cubanos, o la mafia, o el propio vicepresidente Lyndon B. Johnson. No importa cuántas veces la Comisión Warren repita que Oswald actuó solo. El relato oficial ya no tiene el monopolio de la verdad.

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Lo sabía Oliver Stone cuando filmó JFK, lo sabían los reporteros que cubrieron la publicación de los primeros documentos en los noventa, y lo sabe Trump, que encuentra en el misterio una herramienta política. Al desclasificar, no está cerrando un capítulo: lo está prolongando. Porque sabe que el archivo nunca mata la duda, solo la alimenta.

La ansiedad que genera el secreto no es únicamente personal. Es cultural, generacional. Se transmite como un rumor, como una promesa pendiente. El asesinato de Kennedy ha sido el origen de una larga tradición norteamericana. La de imaginar lo que el Estado no dice. Una forma de escepticismo que ha mutado en desconfianza estructural hacia las instituciones. Si Oswald no actuó solo, ¿quién está realmente detrás de todo? ¿Qué otras verdades nos han ocultado?

Los documentos desclasificados hablan de Oswald en México, de sus visitas a la embajada cubana, de sus frustraciones, de su intento por obtener una visa soviética. Hablan, también, de operativos de la CIA en América Latina, de planes para matar a Castro, de escuchas al reverendo King, de espías en Centroamérica. La mayoría ya conocidos, al menos parcialmente. Pero no importa. Porque la historia ya no se construye con documentos. Se construye con la emoción que esos documentos no alcanzan a disipar.

La figura de Trump —hiperbólica, performativa, obsesionada con los símbolos— se presta bien para este teatro. Se nombra presidente del Kennedy Center, promete que “no se censurará nada”, le entrega un bolígrafo simbólico a Robert Kennedy Jr. como si sellara un pacto de reparación con el pasado. Pero en el fondo, lo que hace no es desclasificar, sino reinscribir. Añadir un nuevo capítulo al mito, uno donde él mismo es el justiciero que devuelve al pueblo lo que se le negó. ¿Importa si los archivos no cambian el relato histórico? No tanto. Porque en esta historia, lo esencial ya no es saber quién mató a Kennedy, sino por qué seguimos preguntándolo.

Esto no se trata de saber qué pasó, sino en perseguir la sombra de lo que pasó. No se buscan certezas, sino sentido. Y como el sentido se escapa, volvemos una y otra vez a ese instante congelado, a ese disparo multiplicado en cámara lenta, buscando en el archivo no una respuesta, sino la confirmación de que aún hay algo oculto. Algo que, quizás, nunca estuvo allí.


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