El deporte político nacional


Vuelta

Hernán Terrazas E.



Hablar mal de Evo Morales se ha convertido en el deporte político nacional. Entre los opositores, sobre todo, pareciera que quien más duro es con el exmandatario más derecho tiene a ser considerado como el líder que Bolivia espera luego de casi veinte años del MAS.

Evo se ha convertido en el blanco de todos, incluso de quienes llegaron al poder gracias a él. Sin ir más lejos era muy difícil que, por méritos propios, Luis Arce llegara al lugar que hoy ocupa.

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 Y hay que decirlo, si no fuera por Morales, el presidente actual no hubiera pasado de ser un gris burócrata, un ex técnico del Banco Central de Bolivia, sin otro mérito que el de haber contado la abundancia de billetes en tiempos de bonanza.

Pasa lo mismo con muchos dirigentes o ministros del actual gobierno, que hoy se hacen los “paradores”, después de haber sido durante años militantes obsecuentes del famoso “proceso de cambio” e incluso de la reelección de por vida de quien fuera su ídolo revolucionario, ícono de sus utopías e inspiración de tatuajes que hoy el láser de la ingratitud busca borrar.

No es que haya que rescatar a Evo Morales del tobogán de la decadencia por el que comenzó a resbalar cuando quiso ser el “único” e “insustituible”, la “alteza” destinada a gobernar por siempre al rebaño de “giles” que se tragaron sus cuentos y que ahora experimentan la indigestión de los fracasos.

Si Morales sobrevive y respira, casi como el agonizante Papa Francisco, es precisamente porque nadie se ha tomado la molestia de olvidarlo y que, por el contrario, lo mantienen en su memoria solo para hacer posible eso de que se pueda ocupar su lugar.

Con todo y sus disparates, sus “evadas” e “insolencias” contra una sociedad poco acostumbrada al mando de un indígena y aparentemente necesitada de volver a utilizar el idioma del desprecio para afirmar sus antiguos privilegios, Morales, queriendo o no, fue protagonista central de la historia contemporánea más que cualquier otro líder político y eso es algo que, digan lo que digan, cuesta mucho reemplazar.

Tal vez por eso la obsesión de volver al expresidente receptor de todos los “golpes” se ha convertido en la gimnasia preferida de los propios – el MAS- y obviamente de extraños, el resto de una oposición que no acierta a construir un discurso fuera de la descalificación del pasado como argumento central de una “propuesta” que se agota en el adjetivo y que difícilmente acierta a construir la idea.

La polarización entraña los riesgos de siempre. Detrás o junto a la narrativa del antievismo recalcitrante, nuevamente, el coro de los insultos racistas, del regionalismo exacerbado por la manifestación reiterada de las aparentes “diferencias”.

Y parece, porque así se lee, que para algunos lo que pasó desde 2006 fue una pausa, un repliegue y no un nuevo escenario que obligó a replantearse muchas cosas, entre otras la necesidad de descubrir en el otro no a un adversario, sino un complemento, la superación del “ellos” y el “nosotros” que marcó gran parte de la historia nacional desde la creación de la República y mucho antes.

Aprender a olvidar a Evo Morales es una necesidad, pero el desprecio, el insulto fácil, la agresión de “clase”, solo sirven para poner en evidencia que las banderas del 2006 todavía están ahí y que siempre habrá alguien que las levante.

Por eso, el “deporte político nacional” que practican convencidos y conversos  posiblemente fortalezca el músculo ajeno y no el propio.  Hay que entender que no se trata solo de cambiar para volver al pasado, sino de continuar trabajando por una cultura de reencuentro y tolerancia, y de corregir aquello que cíclicamente nos devuelve a la ansiedad de los tiempos difíciles.


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