Javier Milei expresó esta nueva etapa de la historia, en la que la concentración política exitosa se parece más a un concierto de rock que a la presentación de una ópera. La mayoría de los ciudadanos que sienten que es necesario un cambio quieren líderes distintos. Es allí en donde ayuda lo imprevisible, lo extraño. En los triunfos electorales de Trump y Milei aparecen los eventos llamativos, las situaciones originales. La lógica formal parecería estar de más. El escándalo de la criptomoneda $Libra golpeó cualitativamente a Milei. Sus números de aceptación cayeron poco, pero además su aprobación perdió intensidad. Uno de sus ejes de comunicación fue la honradez de los suyos frente a la corrupción de la “casta”. Esto quedó afectado gravemente.
Cuando interpretan en la Arena di Verona la marcha triunfal de Aída, cientos de cantantes y bailarines llenan el escenario, asoman carros halados por caballos que desaparecen a los pocos minutos, se produce un torbellino de sensaciones. A ningún espectador se le ocurriría levantarse de su silla para gritar “Gloria a Egipto, gloria al faraón”. Todos guardan un estricto silencio. No deben participar activamente en el espectáculo. Están para presenciar, en silencio, lo que hacen los artistas. Todo es diferente cuando se presenta Jethro Tull en un estadio de Buenos Aires: los espectadores van a bailar, a cantar, a moverse. Resulta difícil oír la flauta de Ian Anderson en medio de tanta bulla. Si alguien quiere que la gente guarde silencio para escuchar la música, parecería tan loco como el melómano que grita en Verona. Los asistentes a un concierto de rock están para participar. No hay una barrera entre el escenario y la audiencia, si la banda interpreta Locomotive Breath con un estadio en silencio, la prensa dirá que el concierto fue un fracaso. Probablemente este sea el símil más claro para explicar el estilo de la comunicación política antigua y la nueva.
Hace cincuenta años Perón, Castro, Frei, Velasco Ibarra, pronunciaban largos discursos, subidos a escenarios importantes, mientras aplaudían los “cabecitas negras” o la “chusma velasquista”. El líder era alguien sobrenatural, al que había que escuchar y obedecer, estaba rodeado de personajes que tenían su parte en el espectáculo y en el poder. Como los artistas de Aída, ellos podían cantar, bailar, liderar. Los electores estaban para aplaudir. Cuando revisamos los textos de viejos discursos, se desvanece el mito de que vivíamos gobernados por filósofos.
En el pasado, tanto los líderes como los ciudadanos comunes éramos bastante más ignorantes. La revolución tecnológica puso al alcance de cualquiera todo el conocimiento que ha producido la humanidad y también la mayor cantidad de mentiras y disparates que se hayan inventado. Cualquier estudiante de secundaria tiene en su bolsillo un celular que le permite acceder a todos los museos del mundo, al contenido de todas las bibliotecas, puede estar más informado que cualquier dirigente del siglo pasado. Ese acceso a la información hace que se sientan poderosos. Las redes les permiten conectarse con miles de personas que son sus “amigos”, con los que intercambian información, más gráfica y auditiva que oral, más sentimental que racional. Los algoritmos los conectan con otros cibernavegantes que comparten sus mitos y en ese ecosistema construyen su noción de verdad.
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Algunos líderes creen en teorías conspirativas que potencian su ignorancia. Tienen acceso a mucha información, pero carecen de la formación necesaria para estructurarla de manera racional. Se produce la sensación de que solo existe un presente de plástico, sin raíces. Muchos hijos de esta sociedad hiperconectada se ajustan a la definición que daban los pueblos kichuas a los conquistadores: les decían huairapamushcas, hijos del viento, carentes de pasado. Para los dirigentes de plástico, el enfrentamiento entre distintas culturas, que ha durado miles de años en Medio Oriente y Ucrania, se soluciona fácilmente, dispersando a sus habitantes en países africanos y construyendo destinos turísticos norteamericanos en esos territorios.
Con la misma mentalidad del fundador de la Rusia zarista que anexó Siberia y los Kanatos tártaros a su imperio, Iván el Terrible, creen que se puede hacer a Estados Unidos más grande invadiendo a sus vecinos, anexarndo Canadá, Groenlandia y el canal de Panamá. No se dan cuenta de que los abusos del rey Leopoldo II de Bélgica no pueden repetirse en el siglo XXI con países europeos. No es posible robar los recursos naturales de Ucrania ni sacar dinero de Europa amenazando con entregarle a Rusia. Ese no fue el espíritu de los Estados Unidos que lideró Occidente durante décadas, que combatió al nazismo en la Segunda Guerra Mundial. Está claro que para comunicarse eficientemente con la población, en países democráticos, es necesario aprender nuevas técnicas. La democracia se amplió y la mayoría de los electores no tiene interés por los programas, las propuestas y los discursos ideológicos. No cabe educar a las masas para que, en vez de divertirse en la red, se dediquen a oír discursos de algunos intelectuales y políticos. Trump no ganó las elecciones porque dejó algunas ideas de fondo acerca de la nueva democracia que quiere construir apoyando a Putin en contra de la OTAN en el debate con Kamala.
Su triunfo tuvo que ver con la cantidad de meme drops que se produjeron cuando habló de que los haitianos se comen gatos y perros, con el merchandising organizado con su foto de procesado por la policía, o después del atentado que sufrió en Pensilvania. Consiguió votos cuando frio papas en McDonald’s y llegó en un camión de basura a una concentración republicana.
Como analista político, mi papel no es criticar a la gente porque gusta más del rock que del bel canto. Debo usar todas las herramientas científicas para comprender mejor el mundo en el que vivo, más allá de mis preferencias personales. Es fácil caer en la postura de quienes dicen que la mayoría de la gente es idiota y superficial y que ellos son depositarios de la verdad y la moral. Mientras exista la democracia, serán los gustos de la mayoría los que determinarán adónde van nuestros países. Es imposible que minorías iluminadas logren que todos los latinoamericanos lean a Alexis de Tocqueville, los cincuenta tomos de las obras de Lenin, las encíclicas de los papas o el Tractatus de Wittgenstein.
Como dijimos en nuestro último libro, La nueva sociedad, nos dirigimos a una etapa caótica, difícil de entender desde el punto de vista de la lógica y la historia tradicionales. Los líderes exitosos de la pospandemia no proponen simplemente “el cambio”, sino determinado tipo de cambio. Es aquí en donde se equivocaron algunos dirigentes del PRO, que cuando ganó Milei y ellos terminaron últimos en las eleciones, pensaron que habían ganado. El cambio lo quieren también los trotskistas, el Polo Obrero y los caballeros templarios, pero no todos hablan de lo mismo. Milei fue capaz de generar esperanza con una comunicación moderna, que tenía poco de programática.