Durante años, el tenis fue un templo. Un ritual sobrio, casi litúrgico, donde los gestos importaban tanto como los puntos, donde la compostura era una virtud sagrada y el sudor —cuando aparecía— debía oler a nobleza.
Fuente: https://ideastextuales.com
Roger Federer flotaba en las pistas como un bailarín de otra época. Rafael Nadal, el gladiador, transpiraba épica con cada punto luchado hasta desfallecer. Y luego estaba él, Novak Djokovic, el serbio incómodo, el chico que gritaba en los vestuarios y rompía raquetas.
Djokovic no solo vino a incomodar la narrativa: vino a demolerla. En un mundo que celebraba la elegancia suiza y la humildad mallorquina, su ascenso fue una herejía. Si Federer era el príncipe, Nadal el caballero, Djokovic parecía un insurgente. El jugador que no supo callarse, que pedía explicaciones, que miraba al palco y exigía respeto. Y ahora, cuando ha iniciado la demanda más incendiaria de la historia del tenis profesional, la metáfora se hace carne: Djokovic no quiere ganar torneos, quiere quemar el tablero.
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Porque esto no es solo una demanda legal. Es, en el fondo, una rebelión contra el sistema que ha convertido el deporte en industria y a los atletas en productos. Lo que la PTPA —el sindicato fundado por Djokovic— ha puesto sobre la mesa es un espejo. Detrás de las luces de los Grand Slams, hay cuerpos rotos, contratos leoninos, calendarios que no dan tregua y una lógica despiadada que trata al deportista como carne de consumo rápido.
Lo que ocurre con el tenis de élite no es ajeno a un patrón más amplio: la conversión del cuerpo humano en capital simbólico, económico y estético. El tenista ya no es solo un deportista. Es una marca, un canal de transmisión emocional, un sujeto-observado. Su cuerpo es medido, monetizado, disciplinado. Corre, transpira, se dobla, se lesiona. Pero debe hacerlo con gracia. Con glamour. Debe rendir como máquina y sonreír como humano.
La estética del espectáculo exige vértigo y perfección. La industria empuja a que los partidos se transformen en episodios de Netflix, con cámaras en la banca, luces, comentaristas al borde del histrionismo. En esa lógica, el cuerpo deja de ser un fin en sí mismo y se convierte en medio: soporte de una narrativa que otros producen y consumen. El jugador se transforma en avatar. Y cuando habla, cuando denuncia, cuando se quiebra, cuando sangra, claramente incomoda.
Djokovic, al romper ese pacto no escrito de docilidad del cuerpo frente al sistema, introduce una tensión necesaria. Nos recuerda que, detrás del show, hay carne. Que el cuerpo no solo se admira, también se escucha. Que si el deporte quiere seguir siendo humano, debe empezar por tratar como humanos a quienes lo encarnan.
Puede que no sea un tipo simpático, no pretende serlo. Lo han llamado arrogante y provocador. Es probable que lo sea todo y algo más. Pero hay una diferencia clave. Mientras Federer enamoraba con silencios y Nadal resistía con heroísmo, él ha hecho del conflicto su forma de decir: estoy aquí, existo, merezco respeto. Su grito no es solo personal, es generacional. Representa a los cientos de jugadores que no figuran en las portadas, que viajan por el mundo costeándose vuelos y hospedajes, mientras los directivos del circuito toman champaña en los palcos.
En esta cruzada no lucha por sí mismo. Su legado deportivo ya está asegurado. Pero en su mirada hay algo más profundo, casi político. La idea de que el deporte —como la vida— también puede ser injusto, también puede esclavizar. Que no basta con ganar títulos si al final se ha perdido la dignidad.
Lo que está en juego, entonces, no es solo el futuro del tenis, sino el alma del deporte de élite. ¿Puede un jugador decir “no” al sistema sin que lo crucifiquen? ¿Puede un número uno del mundo ser también un obrero en huelga? ¿Puede un rebelde escribir la historia aunque no caiga bien?
Djokovic, el muchacho de Belgrado que creció bajo las bombas de la OTAN, parece convencido de que sí. Y su herejía, tan molesta como necesaria, tal vez nos obligue a mirar más allá del brillo, a escuchar la respiración agitada detrás del espectáculo.
Porque quizás el verdadero campeón no sea quien gana más trofeos, sino quien se atreve a decir “esto no está bien”. Aunque lo abucheen. Aunque lo dejen solo.
Por Mauricio Jaime Goio.