Bolivia no avanza, se repite. Es un país donde el pasado no es historia, sino un déjà vu. Octavio Paz, en “El laberinto de la soledad”, describió al mexicano como alguien que desconfía de su propio destino, que teme el cambio porque lo obliga a mirarse en el espejo. En Bolivia, la historia no nos inquieta, nos acomoda muy bien. Nos gusta la nostalgia revolucionaria, el discurso de la dignidad, la idea de que siempre hay algo por lo que luchar, aunque ganar no sea un fin en sí mismo. La redención es un negocio y el desarrollo un riesgo que preferimos evitar, estamos dispuestos a empezar de cero una y otra vez.
Si el mexicano descrito por Paz sospecha de su propio éxito, el boliviano lo sabotea activamente. Aquí, cada intento de desarrollo es mirado con desconfianza, como si fuera un mal presagio o una traición. Nos llenamos los oídos con discursos sobre soberanía mientras venden el país en cómodas cuotas. Antes se lo rifaban a los europeos, luego a los gringos, y ahora somos una colonia sin uniforme del Partido Comunista Chino. Nos jactamos de nuestra dignidad, pero se firman contratos para entregar el litio y otros tantos recursos al peor postor, con la esperanza de que nos dejen al menos un resabio para no sentirnos tan ultrajados. No importa que la historia nos haya enseñado que los imperios someten a las economías chicas, nosotros nos mantenemos con la fe intacta de que esta vez será distinto, de que los nuevos patrones serán más generosos y que, aunque los beneficios solo lleguen a un puñado de personas de muy malos hábitos, el neoimperialismo chino nos dará lo que nos corresponde.
En Bolivia gobierna el miedo. Miedo a perder el subsidio, miedo a quejarse en voz alta, miedo a que la historia demuestre que estábamos equivocados y, sobre todo, miedo a estar en el camino correcto. Porque aquí nadie quiere progreso, todos quieren redención. Preferimos ser los pobrecitos antes que el protagonista de nuestro destino. Nos han convencido de que siempre habrá otro golpe de Estado, otra crisis, otro enemigo externo al que culpar, y que mientras sigamos esperando que un gobierno nos resuelva la vida, estamos a salvo de hacernos cargo nosotros mismos.
Octavio Paz entendió que la soledad del mexicano venía de su desconfianza en los demás. La del boliviano es peor, porque viene de su incapacidad de confiar en sí mismo. Somos el país de los pobrecitos. Seguimos creyendo que alguien más nos salvará, que el Estado nos lo debe todo, que el desarrollo llegará, por diestra o siniestra, en un avión extranjero con una receta enlatada. Pero la historia ya nos ha dado la respuesta, y no la queremos escuchar.
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Marcelo Ugalde Castrillo
Político y empresario