El tiempo detenido y la pedagogía del poder


 

En América Latina aprender a esperar es un rito de paso. Uno no nace ciudadano, se hace. Y en ese proceso, más que libros de historia patria o juramentos de lealtad, lo que enseña de verdad a ser parte de este continente es la experiencia de la fila. La fila para obtener el documento de identidad, la fila para el certificado de nacimiento, la fila para cobrar una pensión mínima, para pagar una multa que nadie recuerda, para conseguir un turno en un hospital público. Una fila que no solo serpentea en las veredas y patios de cemento caliente, sino que se extiende invisible por la memoria colectiva de nuestros pueblos, como una línea que nos une a todos, con el cuerpo cansado y el alma entrenada para no desesperar. Una espera donde el paso del tiempo es proporcional a la distancia entre el poder y la gente.



Fuente: Ideas Textuales.com

La burocracia abunda en sellos, firmas, requisitos contradictorios, ventanillas que remiten a otras ventanillas, documentos que desaparecen, y fotocopias que se exigen una y otra vez, como si la repetición fuera garantía de existencia. Hay algo profundamente ritual en todo eso. No es solo desorganización. Nos habla de algo mucho más complejo, pletórico de símbolos. Las oficinas públicas están llenas de jerarquías invisibles, de caminos laberínticos, de misterios iniciáticos. El ciudadano se enfrenta a ellas sabiendo que poco podrá hacer, pero esperando, con una fe que raya en la superstición, que algún dios menor se apiade.

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Y sin embargo, en ese tiempo detenido hay también humanidad. Las filas son espacios de conversación, de quejas compartidas, de solidaridad espontánea. Se intercambian consejos, fotocopias, números de celular. A veces, incluso, se organiza una pequeña revuelta. Una fila que se niega a ser desordenada. Un grupo que exige ser atendido. Un reclamo colectivo que se disuelve al primer grito del guardia. Pero por un momento, al menos, se intentó algo parecido a la dignidad.

No hay Estado sin trámite. Y por eso, la experiencia burocrática revela el alma misma de nuestras repúblicas. Un país que no puede resolver con eficiencia y respeto el acto simple de registrar un nacimiento o autorizar una operación, es un país que posterga a sus ciudadanos desde el origen. Las demoras, los obstáculos, las humillaciones cotidianas: todo eso no es casual. Es una pedagogía del poder. La demora enseña sumisión. La espera prolongada, seguida de la atención displicente, produce resignación. Se entra a la oficina pública por un derecho y se sale con un favor concedido.

Tal vez por eso la cultura burocrática sea tan resistente al cambio. Porque no es un defecto técnico, sino un lenguaje político. En cada sello que falta, en cada carpeta mal archivada, se reproduce un modo de relación vertical, opaco. Las reformas administrativas fallan no porque no se sepa cómo hacerlas, sino porque transformarlas implicaría redistribuir poder. Y en América Latina, el poder es algo que se retiene. Nunca se entrega fácilmente.

Hay que escribir un ensayo de la espera en este continente. Porque ahí, en esa tensión entre tiempo privado y tiempo estatal, se juega buena parte de nuestra experiencia moderna. No somos puntuales, dice el cliché. Pero nadie espera tanto ni tan bien como nosotros. Esperamos el turno, el trámite, el subsidio, el milagro. Esperamos que algo cambie.

Porque seguir esperando es también una forma de demostrar que no nos hemos dado por vencidos.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales.com


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