El último vuelo de las mariposas


Las mariposas han sido siempre un eco del alma. No es casual que los griegos llamaran psyche a ese aleteo que surge de la crisálida y que, al mismo tiempo, nombraran así al espíritu que escapa del cuerpo tras la muerte.

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Tampoco es fortuito que Nabokov, el gran fabulista de la nostalgia, pasara sus días persiguiéndolas por los campos con un cazamariposas, como si atrapándolas pudiera retener algo del tiempo, de la infancia, de los sueños que se deshacen al contacto con la realidad.

Sólo que las mariposas están desapareciendo. No de forma brusca ni en un evento cataclísmico que sacuda a la humanidad, sino en ese silencio sutil con el que los desastres ambientales suelen instalarse en la cotidianidad. Se van extinguiendo como si el viento las hubiera borrado del aire, dejando a su paso un vacío imperceptible para quienes no las buscan. Pero hay quienes sí las buscan. Entomólogos como Rob Wilson, que lleva ocho años recorriendo la misma ruta en Colmenar Viejo, en Madrid, para contarlas. Su conclusión es un eco de lo que científicos de todo el mundo han registrado en las últimas décadas. Cada vez hay menos mariposas y, en algunos lugares, ya no hay ninguna.

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Wilson no es el único que ha encendido la alarma. En Estados Unidos, un estudio publicado en la revista Science reveló que, desde el año 2000, el país ha perdido el 22% de sus mariposas. En Bélgica, un tercio de sus especies se han extinguido en los últimos treinta años. En Países Bajos, apenas quedan el 16% de las mariposas que había a finales del siglo XIX. El Reino Unido, que ha monitoreado a estos insectos desde 1976, ha visto desaparecer el 8% de sus especies y la población global de lepidópteros se ha reducido a la mitad. Todo apunta a un mismo escenario. El mundo se queda sin mariposas, y con ellas, se desmorona un delicado engranaje ecológico del que dependemos mucho más de lo que creemos.

Pero el problema es más hondo que la mera desaparición de un insecto. Las mariposas son el poema del mundo natural. Su existencia es la prueba de un equilibrio sutil entre lo efímero y lo eterno. Y cuando se extinguen, se llevan consigo más que su vuelo ligero. Se llevan la posibilidad de asombro, la metáfora de la transformación, la levedad que equilibra la gravedad del mundo.

Si las mariposas han sido el emblema de la metamorfosis, de la fragilidad convertida en belleza, ¿qué significa su desaparición en nuestra imaginación colectiva? La literatura y el arte han hecho de ellas un símbolo de renacimiento, de fugacidad, de tránsito entre mundos. Pero si las mariposas desaparecen, ¿qué queda de nosotros?

¿Qué está matando a las mariposas? La respuesta es múltiple, pero las principales causas llevan la firma de la actividad humana. La intensificación de la agricultura ha convertido vastas extensiones de campo en monocultivos estériles, donde los pesticidas han diezmado no solo a las plagas, sino a toda forma de vida silvestre. En este sentido, el uso de neonicotinoides —una de las clases de insecticidas más agresivas— ha sido señalado como un factor determinante en la desaparición de polinizadores, incluyendo abejas y mariposas.

El cambio climático es otro enemigo que acecha a los lepidópteros. A medida que las temperaturas aumentan y las sequías se intensifican, muchas especies que antes abundaban en ciertas regiones se ven obligadas a migrar o a desaparecer. En Sierra Nevada, por ejemplo, la mariposa del Puerto del Lobo (Agriades zullichi) sobrevive en apenas 70 hectáreas de hábitat. Su oruga se alimenta de una sola planta, que a su vez depende de unas condiciones climáticas específicas que están desapareciendo.

A este panorama se suma la urbanización descontrolada. Las ciudades han devorado los hábitats naturales, dejando apenas parches de verde que no son suficientes para sostener a las poblaciones de mariposas. Pero lo más irónico es que, en algunos casos, las urbes han terminado por convertirse en refugios inesperados para ciertos lepidópteros. En Barcelona y Madrid, por ejemplo, algunas especies han encontrado en los parques urbanos un microclima más benévolo que en los campos agrícolas. Como señala el biólogo alemán Josef H. Reichholf en su libro La desaparición de las mariposas, los aparcamientos de un polígono industrial pueden tener más vida que una plantación de maíz.

La desaparición de estos insectos es solo la punta del iceberg de un fenómeno mucho más amplio: el colapso de la biodiversidad. Numerosos estudios han documentado la rápida reducción de las poblaciones de insectos en todo el mundo, con consecuencias devastadoras para los ecosistemas. Las mariposas no solo son polinizadoras esenciales, sino que también forman parte de las cadenas tróficas de las que dependen aves, anfibios y pequeños mamíferos. Su declive es una advertencia de que algo está profundamente mal en la relación entre el ser humano y la naturaleza.

Las soluciones existen, pero requieren cambios drásticos en nuestra manera de producir y habitar el planeta. Reducir el uso de pesticidas, restaurar hábitats naturales, promover una agricultura sostenible y proteger las praderas y bosques aún existentes son medidas urgentes. En algunas regiones de Europa, programas de conservación han logrado revertir la desaparición de especies mediante estrategias de restauración de ecosistemas y corredores ecológicos. Pero el tiempo corre en contra de los lepidópteros.

En este mundo que se queda sin mariposas, la pregunta que queda es si seremos capaces de notar su ausencia antes de que sea demasiado tarde. La humanidad ha ignorado durante mucho tiempo los pequeños signos de la catástrofe, confiando en que la naturaleza tiene una resiliencia infinita. Pero el destino de las mariposas es un recordatorio de que todo lo que desaparece deja un vacío. Y si seguimos este camino, un día seremos nosotros quienes desaparezcamos, sin que nadie nos busque en la pradera.

Por Mauricio Jaime Goio.


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