El sueño americano, aquel mito que convirtió a Estados Unidos en la tierra de la oportunidad, donde cualquier persona con suficiente esfuerzo podía alcanzar el éxito, se desmorona ante nuestros ojos. Durante décadas, Hollywood vendió esta ilusión, proyectando imágenes de ascenso social, triunfo individual y la promesa de un país que siempre encontraba la manera de reinventarse. Sin embargo, la realidad ha terminado por imponerse. Con el cierre progresivo de sus fronteras y una guerra comercial que redefine el papel de EE.UU. en el mundo, la nación parece haber renunciado a su vocación de faro del capitalismo global. En lugar de ser el motor de la globalización, hoy se repliega sobre sí misma, asediada por desigualdades internas, un crecimiento económico que ya no alcanza a todos y una crisis de identidad que desafía su propio relato fundacional.

Hollywood, siempre un termómetro de la sociedad norteamericana, también vive su propio ocaso. La época dorada de los estudios de cine, que alguna vez fueron la fábrica de sueños, languidece ante la fragmentación del consumo cultural y el agotamiento de un modelo de negocios basado en la explotación de viejas franquicias. El cierre de salas, la crisis de los grandes estudios y la irrupción de plataformas de streaming que escapan al control tradicional son síntomas de un fenómeno mayor: la decadencia del mito estadounidense. Lo que antes era un país dispuesto a expandir sus horizontes y proyectar su influencia en el mundo, hoy parece obsesionado con contenerse, cerrarse y protegerse. El fin del sueño americano no llegó con un estallido, sino con una serie de pequeñas renuncias acumuladas a lo largo de los años. La crisis de Hollywood no es más que la última confirmación de esta lenta despedida.

El triunfo de Anora en la 97ª edición de los Premios Oscar es el reconocimiento de un cine que asume la derrota de la industria. Con cinco galardones, incluyendo Mejor Película, Mejor Actriz y Mejor Dirección, la obra se erige como un testimonio de las contradicciones del sueño americano, a través de la historia de una stripper neoyorquina envuelta en un idilio con el hijo de un oligarca ruso. Pero Anora no es solo un filme sobre ascensos y caídas. Es una exploración cruda de los excesos, el poder y la fragilidad de las ilusiones.



También es la reivindicación de un director que, a pesar de su trayectoria dentro del cine independiente, había sido relegado en premiaciones anteriores. Sean Baker, cuya filmografía incluye The Florida Project y Red Rocket, se ha caracterizado por retratar los márgenes de la sociedad estadounidense. En Anora, retoma su enfoque realista con una historia que desafía el glamour habitual de Hollywood, optando en su lugar por una estética naturalista y una estructura narrativa que rompe con los convencionalismos del género romántico.

Si bien el cine independiente ha luchado por mantenerse relevante en la era del streaming y las megaproducciones, el éxito de Anora se convierte en un símbolo de resistencia. Su bajo presupuesto de seis millones de dólares, comparado con los descomunales costos de superproducciones contemporáneas, demuestra que la esencia del cine no reside en la grandilocuencia, sino en la capacidad de contar historias que resuenen con el público.

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Desde su estreno en Cannes, Anora ha sido descrita como la «anti-Pretty Woman». La comparación no es casualidad. Mientras el clásico de 1990 retrataba una versión edulcorada de la prostitución con un final feliz, Baker desmantela ese mito a través de una protagonista atrapada en una espiral de lujo, deseo y coerción. Anora se adentra en la oscuridad del sueño americano, mostrando que la movilidad social no siempre es un cuento de hadas y que el poder económico sigue determinando los destinos individuales.

En un contexto político marcado por el resurgimiento de las figuras autoritarias y la influencia de los oligarcas, Anora también opera como una crítica velada a las dinámicas del poder global. La presencia de un oligarca ruso como figura de control sobre la vida de la protagonista resuena con las tensiones geopolíticas actuales, mientras que el mutismo de Hollywood respecto a ciertos conflictos, como la política estadounidense bajo un Trump reelecto, convierte a la película en un testimonio silente de la época.

Además, la decisión de Baker de centrar su historia en una trabajadora sexual es un acto de reivindicación de personajes que el cine suele relegar a lo marginal o lo caricaturesco. La humanización de Ani, lejos de victimizarla, la muestra como un personaje complejo que navega un mundo hostil con inteligencia y determinación.

El aplastante triunfo de Anora en los Oscar podría marcar un cambio en la manera en que la industria percibe y premia el cine independiente. No obstante, también plantea preguntas sobre la verdadera influencia de estos premios en el futuro del cine de autor. Mientras el cine comercial sigue dominando la taquilla y las plataformas de streaming imponen nuevas lógicas de distribución, Anora se erige como un recordatorio de que el cine sigue siendo un arte de resistencia.

Anora es una obra que dialoga con las angustias y esperanzas de nuestro tiempo, cuestionando los símbolos del éxito y del fracaso en una sociedad obsesionada con la riqueza y el reconocimiento. Y en esa búsqueda, se inscribe en la tradición de las grandes películas que nos obligan a mirarnos en el espejo y preguntarnos qué significa realmente triunfar. Good bye, american dream.

Por Mauricio Jaime Goio.