Veganos y vulcanos


Soy suficientemente añejo como para saber que el veganismo es una tendencia de décadas relativamente recientes (aunque haya existido como práctica individual mucho antes y el término se haya acuñado en 1944). En la medida en que se convirtió en moda, produjo fanáticos, a veces poco tolerantes con los que no profesan su doctrina.

Quizás por mi cultura televisiva de la década de 1960, asocio a los veganos con los vulcanos, esos seres de otras galaxias que tienen las orejas puntiagudas, (Leonard Nimoy, en “Viaje a las estrellas”, es vegetariano, pero no vegano). El veganismo aparecía años atrás como una forma extremista del vegetarianismo, cuya trayectoria era más sólida y fundamentada, pero en la época en que éramos jóvenes, incluso ser vegetariano parecía un exceso, sobre todo porque las opciones para una alimentación vegetariana en Bolivia no existían. Hoy podemos disfrutar de buena comida vegana y vegetariana en varios restaurantes de La Paz, pero yo no podría adherirme a esa corriente de manera permanente.



Durante mis estadías en el sur de la India podía comer todos los días comida vegetariana, durante varias semanas, sin extrañar para nada ningún tipo de carne. La manera como se prepara la comida es tan sofisticada, que no se siente que falte ningún ingrediente. En una de esas visitas académicas mi entusiasmo me llevó a comprar un libro de cocina vegetariana donde todo estaba explicado hasta el mínimo detalle y las cantidades de ingredientes se medían en gramos. Era un libro para tontos como yo, que sólo cocina porque sabe leer y que se marea cuando le dicen que hay que poner “una pizca” de algo. Junto al libro me traje las especias (las aduanas eran más tolerantes) y pude compartir con mis amigos las delicias de la cocina vegetariana de la India durante algunos meses. Como soy un lector lento, comenzaba a cocinar en la mañana para que todo estuviera listo para la cena. Empezaba preparando el ghee (mantequilla clarificada), que es la base de toda la cocina del sur de la India, y al final del día podía ofrecer cinco o seis platillos diferentes, sin olvidar el postre: kele ki kulfi (helado de banana). Todo esto terminó cuando en algún traslado de país extravié el maravilloso libro.

Lo anterior es para afirmar que aprecio una buena comida vegetariana, aunque no haya crecido en un ambiente propicio para ello. Mi padre era carnívoro, como toda su generación: si un plato no tenía en el centro un buen pedazo de carne, no era almuerzo. Mejor si era “lomo montado” (con un huevo frito encima). Las lechugas y tomates se colocaban alrededor y eran consideradas un adorno que quedaba al final para los conejos. El acompañamiento era arroz y papas, puro carbohidrato. Supongo que lo mismo sucedía en muchas familias de clase media. Los fines de semana, el “lujo” era invitar a los amigos a comer un “pollito al espiedo” o al horno. Hoy, al revés, la carne vacuna es más cara, mientras que el pollo está al alcance de casi todos, siempre en su forma más nociva: sumergido en aceite hirviendo.

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Mi cultura gastronómica estaba limitada por la geografía altiplánica. Detestaba el “chupe de leche” que comíamos en casa cada cierto tiempo como un manjar (para mi padre), porque estaba preparado con chacalines minúsculos, resecos, duros y salados que traían deshidratados de Chile, igual que el bacalao. No se conseguía todavía camarones congelados. Sólo al terminar mi adolescencia empecé a comer algo de pescado, pero no mariscos. Pasaron varios años hasta que poco a poco pude enriquecer mi alimentación, y exilios y otros viajes de por medio aprendí a apreciar algunos crustáceos (pero no moluscos), y pulpo en contadas ocasiones. Admito que se trata de un prejuicio visual: no me agrada comer un bicho que me mira desde el plato.

A lo largo de los años me he vuelto menos afecto a la carne roja, pero no me considero vegetariano, pues disfruto cada cierto tiempo un buen asado o unos medallones de filete con salsa de pimienta, a condición de que la carne sea tierna y jugosa. Alguna vez, cada dos semanas, consumo pollo, pero alterno con un pastel de quinua o de choclo, chairo, sopa de maní, plato paceño, ají de fideo, locro de zapallo o queso humacha. Cocino pasta una vez a la semana porque es fácil hacerlo y puede combinarse con muchas cosas, aunque tampoco es lo mejor para la salud. De vez en cuando, pescado, dependiendo de las finanzas. El queso me encanta, pero en Bolivia es más caro que en Francia, su precio es irracional. Consumo pocos vegetales (mea culpa) y menos aún lechugas, porque se deterioran rápido y son insípidas.

Vamos ahora al tema ideológico y ético, que por supuesto tiene su peso específico en esta divagación. Consumo poca carne roja por tres razones principales. Primero, no me sienta bien comerla con frecuencia (exceso de ácido úrico) y es muy cara. Segundo, las vacas se están cagando en el planeta con sus emisiones de gas metano que contribuyen al calentamiento global. Y mi tercer argumento es que mientras más carne vacuna consumimos, más contribuimos a la deforestación para pastizales, además de que la producción de cada kilo de carne vacuna representa el desperdicio de miles de litros de agua dulce. Si tan solo redujéramos nuestra ingesta de carne roja a una vez a la semana o al mes, le haríamos un gran servicio al planeta.

En Bolivia vamos al revés, como en todo: estamos arrasando los bosques para vender unas cuantas toneladas de carne a China, que no representan casi nada para ellos. Nuestros angurrientos empresarios ganaderos no tienen noción del daño al medio ambiente, y no les importa el futuro del país sino el lucro inmediato. Los chinos tienen espacio de sobra para millones de vacas, pero cuidan sus bosques y prefieren que nosotros destruyamos los nuestros. Así de simple.

Pero bueno, volviendo a los vulcanos, o mejor dicho a los veganos… El riesgo para los más estrictos es que su ingesta de proteína está por debajo de lo necesario y no es cierto que su dieta sea muy sana, pues carece de ciertas grasas indispensables para las células. Las lentejas, quinua y almendras no suelen ser suficientes, y hasta ahora no hay pruebas científicas definitivas que muestren que la salud de los veganos es mejor que la de los vegetarianos.

Esto viene a cuento porque en días pasados se ha conmemorado la Semana Mundial del Cerebro, y nuevos estudios confirman la importancia de la proteína animal en la evolución del cerebro humano a lo largo de la historia. Nuestro órgano maestro, que controla todas las funciones vitales, no hubiera evolucionado sin el consumo de proteína animal, que proporciona aminoácidos esenciales que el cerebro necesita para funcionar correctamente, incluyendo la síntesis de neurotransmisores y la formación de estructuras cerebrales. Contiene todos los aminoácidos esenciales que el cuerpo humano no puede producir por sí mismo, y que son necesarios para la salud del cerebro: la tirosina, el triptófano, la histidina y la arginina son sustancias químicas que transmiten señales entre las neuronas.

Uno de los argumentos de los veganos para no comer nada de procedencia animal es evitar el sufrimiento, porque todo animal es un ser “sintiente”. Hasta ahí estoy de acuerdo (la cadena de producción de carne es una película de terror, y peor aún la de embutidos), pero dejar de comer queso, mantequilla, miel y huevos o negarse a tomar leche me parece un exceso porque de todas maneras las vacas van a seguir produciendo leche, las gallinas seguirán poniendo huevos y las abejas elaborando miel. Si lleváramos esa lógica al extremo, desaparecerían varias especies y no deberíamos tomar frutos de las plantas, y menos aún arrancar de cuajo papas o zanahorias, que también son seres vivientes, aunque no tengan sistema nervioso central.

He conocido una familia donde la mamá imponía al esposo y a los hijos el veganismo como religión. Al cabo de un tiempo eso se hizo insostenible y además de injusto con los niños que no tenían capacidad de decidir por sí mismos. Cuando crecieron, se hicieron muy afectos a la comida chatarra que les habían prohibido. Si vamos un poco más lejos: ¿debería una madre vegana negarle la leche materna a su recién nacido? Recordemos que somos animales, generalmente más crueles que otros.

Y con esto más que acabo de añadir, es posible que cuando salga a la calle me voy a topar con unos seres de orejas puntiagudas que me harán llegar ácidos piropos luego de leer esta reflexión donde los vegetarianos quedan mejor parados que los veganos.


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