Sin poder aportar nada que sea muy claro a lo largo de esta Semana Santa, en lo que hace a la política nacional, cada vez más enredada y sinuosa, cuando los candidatos están atravesando a cien metros de altura, equilibrándose en medio de ráfagas de viento, sobre un cable de acero y cuando abajo solo hay rocas, he preferido recordar los 80 años del suicidio de Hitler.
Y no lo hago porque algunos de nuestros precandidatos o candidatos se parecieran a ese demonio tudesco que conmocionó al mundo. Sujetos de ese calibre no hemos tenido, gracias a Dios. Por nuestros pagos, a lo largo de la historia, lo que han existido ha sido matones, pero no genocidas.
Mucho hablamos los bolivianos de genocidio, pero eso está dirigido a acusar a gobiernos contrarios, porque el genocidio jamás ha existido en Bolivia. Nunca se ha pretendido eliminar a una de nuestras treinta y tantas naciones que ha establecido la actual Constitución, ni tampoco dar fin con la nación camba, la quechua o la aimara. Genocidio no es Chaparina ni La Calancha ni el Hotel Las Américas; genocidio es haber eliminado seis millones de personas, donde iban incluidos los judíos en primer lugar y luego comunistas, gitanos, maricas, enfermos y opositores al régimen de Hitler.
El año 1941 se aprobó en Berlín proceder a la “solución final del problema judío”, cuando Himmler, Heydrich, Eichmann y otros altos jerarcas del nazismo, decidieron, como si tal cosa, exterminar de la faz de la tierra al pueblo hebreo y otros indeseables. Nada de eso, por cierto, se hacía sin el visto bueno de Hitler. Con una Alemania victoriosa aquel año, dueña de Europa y sin haber sufrido todavía los contrastes en la Unión Soviética, había que proceder a la “limpieza étnica”, para que, dizque, la pureza de la raza aria no se contaminara.
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Las hazañas en todos los frentes de los combatientes alemanes y de sus legendarios mariscales, la “blitzkrieg” imparable, traía en su retaguardia a un ejército de genocidas, generalmente de las S.S. con instrucciones precisas de matar. Así, se crearon los más grandes campos de exterminio fuera del Reich, para esconder sus crímenes o disimularlos, y aparecieron Auschwitz en la frontera con Polonia, Sobidor, Maidanek Bergen-Belsen, Treblinka, y muchos otros, donde diariamente llegaban ferrocarriles repletos de personas para ser asesinadas lejos de la vista del mundo. La matanza fue espantosa. Un genocidio de verdad.
Pero la guerra dio un giro en 1943, y para un año después el Reich estaba en retirada en todos los frentes. Con las derrotas, sobre todo en la URSS, los generales perdían confianza en Hitler por sus errores estratégicos y tácticos. En Julio de 1944 el Fuhrer se salvó milagrosamente en un atentado en su cuartel general en Prusia Oriental, que lo reprimió con ira, fusilando y ahorcando a todo sospechoso de haber participado. Pero finalmente tuvo que encerrarse en su bunker en Berlín, convertida en la guarida del lobo, para salvarse de los bombardeos aliados. Algunos de sus comandantes prefirieron el suicidio antes de presentarse ante él derrotados.
Ante el descalabro, cuando Berlín había sido arrasada desde el aire por ingleses y americanos y los tanques rusos embestían imparables entre las ruinas, comenzaron las deserciones. Sus más allegados (Goering y Himmler) pretendieron hacer una paz por separado con los Aliados, desconociendo el liderazgo de Hitler. Y el dictador se quedó solo en su bunker, rodeado de sus leales que ya no creían en él, pero tampoco tenían cómo huir. El endiosado que había gobernado Alemania durante 12 años consecutivos, que había sido el amo de Europa, que había ordenado asesinar a millones de personas, no tuvo más salida que utilizar su pistola y pegarse un tiro en la sien, en un ambiente lúgubre, donde se casó con su amante de siempre, entre el ulular de alarmas antiaéreas y el estruendo de bombas y olor a pólvora.
Así terminan algunos déspotas, traicionados por sus incondicionales, sin poder alguno, solitarios, amargados, con la única alternativa de ser humillados por sus enemigos y condenados a la cárcel o a tener el coraje de solucionar dramáticamente su destino.