Educar desde la calma


Fuente: Ideas Textuales

Obsesionarse por una mancha de pintura sobre la mesa. Aterrarse por un estornudo fuera de lugar. Ofuscarse por un pedido que no llega a tiempo. Son escenas diminutas, casi invisibles en el vértigo de la vida moderna. Pero en cada una de ellas se cuela una verdad que preferimos no mirar. Estamos extraviados. Lo que delata nuestra reacción no es el objeto ni el hecho en sí. El perfeccionismo, la impaciencia, el miedo al caos son apenas síntomas de una desconexión más profunda. Hemos olvidado cómo habitar la vida con presencia.



En ese olvido colectivo, educar se ha convertido en una carrera de obstáculos, más centrada en el control que en la comprensión. Sin embargo, hay voces que se alzan para recordar que otra forma es posible. Álvaro Bilbao, neuropsicólogo, lo plantea con claridad. Educar desde la calma no es una técnica, sino una transformación. Pero quien tal vez lo haya expresado con más lucidez y radicalidad fue Claudio Naranjo, psiquiatra chileno, uno de los pioneros del enfoque transpersonal, quien sostuvo con firmeza que el problema de la educación no es pedagógica, es espiritual.

Naranjo nos invita a ver más allá del síntoma. La rabia frente a un vaso roto o a un niño que interrumpe no nace del presente, sino del pasado. Son emociones que brotan desde el inconsciente, desde una infancia emocionalmente desatendida, desde una cultura que nos entrenó para desconfiar de la ternura.

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Y el aula, como la casa, no escapa a esa lógica. La educación tradicional se ha centrado en el hacer, en el saber, en el rendimiento. Pero ha dejado de lado el ser. Educar desde la calma implica reaprender a mirar. Soltar el automatismo, renunciar a la ilusión de control. Enseñar que errar no es fracasar, sino parte del camino. Que una mesa manchada no vale más que el niño que la manchó. Que la verdadera enseñanza no pasa por los contenidos, sino por la calidad del vínculo.

Desde esta perspectiva, la calma no es pasividad. Es una forma activa de presencia. Un modo de estar que abraza, que acompaña, que no se desespera por corregir. Y no se puede enseñar desde la calma sin haber hecho el propio trabajo interior. No basta con leer libros ni asistir a talleres. Hay que atravesar el desierto. Reconocer las propias sombras. Volver a sentir. “No hay transformación sin dolor”, nos recuerda Naranjo. “Y no hay educación verdadera sin autoconocimiento.”

Hoy, más que nunca, urge una pedagogía del alma. No como un discurso edulcorado, sino como una urgencia ética. Vivimos tiempos de ansiedad crónica, de adultos rotos que crían hijos con miedo, de vínculos frágiles que se disuelven al primer tropiezo. En ese escenario, proponer una educación basada en la calma puede parecer ingenuo. Pero en realidad es profundamente radical. Es resistirse a la lógica del rendimiento, del castigo, del éxito a toda costa.

Porque, es algo que hay que asumir, nos guiamos por un sistema de valores que nos conduce a la angustia y la desazón. Y si no estamos dispuestos a transformarla, desde adentro, con ternura, con valentía, con conciencia, seguiremos repitiendo patrones que enferman.

Educar desde la calma es, en el fondo, una forma de sanar. Un despertar a una nueva forma de vida. A fin de cuentas, un acto subversivo de humanidad.

Por Mauricio Jaime Goio.


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