El arte de hablarse a uno mismo


La imagen de alguien que murmura en voz baja mientras camina por la calle o cocina a solas suele despertar una mezcla de ternura, extrañeza y sospecha. ¿Está loco? ¿Está ensayando algo? ¿A quién le habla? Durante siglos, hablar solo ha sido un gesto relegado a lo infantil, lo patológico o lo excéntrico. Y, sin embargo, esa pequeña escena encierra un acto profundo. El ejercicio de hablarse a uno mismo, de sostener una conversación con esa voz interior que nos acompaña desde la infancia. El soliloquio, esa práctica silenciosa o susurrada, no solo es normal, es vital. Y quizás, una de las claves más íntimas de la creatividad.

Hoy sabemos que esta costumbre no es mero síntoma de desequilibrio ni extravagancia. Psicólogos, neurólogos y filósofos han empezado a explorar el soliloquio como una estrategia cognitiva fundamental. Mejora la atención, organiza el pensamiento, reduce la ansiedad y estimula la creatividad. El lenguaje nace en la interacción con los otros, pero alcanza su madurez cuando se internaliza y se vuelve guía de la conducta. Hablar solo es hablarse para pensar, para entender, para actuar.



El cerebro humano necesita ese puente entre el pensamiento abstracto y el mundo real. Y ese puente es la palabra. De ahí que no sea extraño que muchas personas se hablen en voz alta mientras estudian, cocinan o se preparan para una conversación difícil. Verbalizar una idea no solo la fija, la transforma. Como si al pronunciarla, tomara cuerpo. Como si al decirla, nos escucháramos de verdad.

Pero el soliloquio también es un ritual emocional. Muchas personas con ansiedad o tristeza lo practican de forma intuitiva: se consuelan, se explican lo que sienten, se animan. La palabra pronunciada, aunque no haya nadie más escuchando, tiene un poder reparador. En la tradición de la Terapia Gestalt, por ejemplo, el acto de hablar con una silla vacía se convierte en un acto de reconciliación con el yo herido. Es un ritual, sí, pero también una forma de reconexión.

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Lo fascinante es que esta práctica no es exclusiva de la psicología o la neurología. El arte y la literatura la han cultivado desde siempre. Shakespeare hizo del soliloquio el corazón del drama humano. ¿Quién no recuerda a Hamlet murmurando «ser o no ser», como si necesitara escuchar su propia duda para existir? Joyce, en Ulysses, llevó el monólogo interior al paroxismo, plasmando en palabras el vértigo del pensamiento. En ambos casos, el soliloquio se vuelve espejo del alma.

En un mundo saturado de ruido externo, hablarse a uno mismo es también un acto de resistencia. Es un modo de replegarse hacia adentro, de cuidar el espacio interno frente a la hiperconexión. Y, sobre todo, es un modo de pensar con libertad. Porque en ese murmullo que nos dirigimos, sin censura ni audiencia, nacen intuiciones que no cabrían en la lógica lineal del lenguaje público. Es allí donde el pensamiento baila con la imaginación.

Desde una mirada antropológica, el soliloquio podría pensarse como una forma de conversación ritualizada, una práctica simbólica en la que el sujeto se escinde para dialogar consigo mismo. Es el eco de una memoria social que nos atraviesa, una forma de habitar la palabra como espacio sagrado. En tiempos donde la velocidad amenaza con devorarlo todo, hablarse puede ser un acto radical de pausa y sentido.

Y entonces, cuando alguien se detiene frente al espejo y se dice a sí mismo que puede con ese día difícil. O cuando una joven repasa en voz alta una entrevista de trabajo. O un niño juega con un amigo imaginario. No estamos ante locos ni solitarios, sino ante mentes que se ordenan, que se cuidan, que crean. Porque antes de hablar con el mundo, todos aprendimos a hablarnos. Y en ese gesto, tal vez, comenzamos a existir.

Por Mauricio Jaime Goio.


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