En Bolivia, la confianza en la justicia es una de las más bajas de América Latina. Estudios de percepción elaborados por organismos nacionales e internacionales coinciden en un dato alarmante: más del 75% de los ciudadanos declara no confiar en absoluto en el sistema judicial. A esta desconfianza estructural se suman denuncias cotidianas en medios de comunicación y redes sociales: venta de cargos, sentencias a la carta, persecuciones políticas, impunidad para los aliados del poder. En resumen, una justicia que, en lugar de impartir legalidad, refuerza la arbitrariedad.
Sin embargo, esta descomposición no es reciente. Existe un sesgo frecuente que atribuye la decadencia judicial exclusivamente al periodo del Movimiento Al Socialismo (MAS), ignorando que el deterioro institucional viene de mucho antes. La pregunta, por tanto, no es si antes la justicia era buena, sino si hoy es peor. ¿Es más corrupta, más politizada, más ineficaz la justicia masista que la neoliberal? Para responder con honestidad intelectual, es indispensable mirar el pasado con perspectiva histórica y no con nostalgia.
Desde tiempos coloniales, el sistema judicial en el territorio que hoy es Bolivia ha sido una herramienta de dominación antes que un garante de derechos. Como lo describe Bernard Lavallé, la venta de cargos públicos – la llamada venalidad – fue una práctica institucionalizada por la corona española desde fines del siglo XVI. A cambio de dinero, la monarquía entregaba puestos en la administración colonial, incluidos jueces y fiscales. Los nuevos funcionarios, sin formación jurídica, veían su cargo como una inversión a recuperar. El resultado fue un sistema judicial profundamente corrupto, lento, parcial y sometido a los intereses de los poderosos.
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En regiones periféricas como Jujuy, entonces bajo jurisdicción de la Audiencia de Charcas, encomenderos y comerciantes controlaban los juzgados para afianzar su poder económico. El caso de Pablo Bernárdez de Ovando, atrapado en un litigio de más de 30 años, revela cómo la lentitud judicial era una estrategia para preservar privilegios.
Con la República, ese patrón no se quebró, solo se adaptó. Durante los gobiernos neoliberales (1985 – 2005), la justicia boliviana mantuvo su carácter excluyente y clientelar. Los cargos judiciales se repartían entre los partidos del pacto parlamentario, y no eran raros los casos de nepotismo. Un ejemplo poco recordado involucra a un director administrativo del Órgano Judicial que contrató a seis parientes en la misma repartición. La corrupción existía, pero en menor escala, no por mayor ética, sino porque el Estado manejaba menos recursos y la fiscalización era limitada por la falta de tecnología.
La llegada del MAS al poder en 2006 prometía un cambio estructural. En 2009, la nueva Constitución introdujo una medida inédita: la elección popular de autoridades judiciales. La idea era democratizar el acceso al poder judicial y acabar con los pactos políticos. Sin embargo, la medida consolidó la captura del sistema por parte del partido gobernante. Los candidatos eran filtrados por la Asamblea Legislativa, controlada por el MAS, y debían hacer campaña sin poder expresarse libremente debido a restricciones legales. Además, debían invertir recursos propios sin garantías de transparencia ni independencia, lo cual generó compromisos políticos y sospechas de parcialidad.
El resultado fue una justicia aún más vulnerada. En lugar de romper con la herencia clientelar, esta se profundizó. Líderes opositores fueron encarcelados sin juicio previo, mientras figuras vinculadas al oficialismo, pese a enfrentar múltiples denuncias, suelen quedar impunes. Medios y redes han documentado casos de magistrados que venden cargos o manipulan sentencias, repitiendo prácticas coloniales con métodos modernos.
Si la justicia neoliberal fue deficiente, la masista ha sido peor por al menos tres razones: el incremento de los recursos públicos disponibles, la consolidación de un poder hegemónico sin contrapesos institucionales, y la proliferación de tecnologías que han hecho más visible la corrupción. Los celulares, las redes sociales y el periodismo digital han documentado lo que antes se ocultaba: jueces negociando sentencias por WhatsApp, audios de autoridades presionando a fiscales, o videos que evidencian la venalidad de la justicia.
La tecnología también ha cambiado la percepción ciudadana. Antes, los actos de corrupción quedaban en el anonimato. Hoy, una grabación basta para exponer públicamente a un funcionario. Esto no implica que antes no hubiera corrupción, sino que ahora es más difícil de esconder.
No todo ha sido retroceso. Es justo reconocer que durante los años del MAS se creó la Escuela de Jueces, una institución orientada a elevar el nivel técnico de los operadores judiciales. Aunque su impacto ha sido limitado, representa un intento de profesionalización que merece ser destacado.
Comparar ambos periodos requiere entender sus contextos. La justicia neoliberal fue más lenta y excluyente, afectada por la precariedad institucional. En contraste, la justicia masista ha sido más politizada y descarada, debido al control partidario y a condiciones que facilitaron una corrupción más amplia. Aunque ambas etapas comparten rasgos como la corrupción, la parcialidad y la desconfianza ciudadana, el periodo masista destaca negativamente por haber institucionalizado el uso político de la justicia, desnaturalizado el voto ciudadano en la elección judicial y normalizado la impunidad selectiva.
El deterioro de la justicia boliviana es un fenómeno histórico y persistente. Pero negar que en los años recientes ha alcanzado niveles más visibles y peligrosos sería una forma de complicidad intelectual. La justicia masista, lejos de erradicar las prácticas corruptas, las ha perfeccionado bajo una retórica de cambio que, en los hechos, terminó protegiendo a los amigos del poder y castigando a sus críticos.
Como decía Bertrand Russell, cada grupo ideológico crea su propio mapa del mundo. Lo preocupante es que, en el mapa judicial boliviano, ya no existen rutas confiables. Solo callejones oscuros donde el ciudadano común, sin poder ni dinero, sigue siendo la principal víctima.
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
Investigador y analista socioeconómico