En un contexto donde los servicios públicos se ven cada vez más sobrepasados y las redes comunitarias se han debilitado, la acción del Estado sobreprotector termina siendo una forma sutil de dominación. Una dependencia que anula la autonomía ciudadana.
Fuente: Ideas Textuales
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Durante décadas, la consolidación del Estado de bienestar en Europa y América Latina ha sido celebrada como una conquista civilizatoria. Salud, educación, vivienda y derechos laborales pasaron a ser reivindicaciones legítimas garantizadas por la acción estatal. Sin embargo, en este nuevo siglo, fragmentado por la precarización laboral, la globalización, las tecnologías disruptivas y el debilitamiento de los lazos comunitarios, emerge una pregunta incómoda: ¿qué sucede cuando la acción estatal, lejos de empoderar, inhibe la capacidad de individuos y comunidades para resolver sus propios problemas? ¿Puede el exceso de tutela transformarse en un gran problema?
Un interesante artículo del catedrático y político español Joan Subirats, publicado en El País de España, plantea una defensa inteligente y matizada del Estado como garante de derechos, pero advierte sobre un riesgo: confundir ciudadanía con clientelismo y asistencia con dependencia. Esta tensión atraviesa muchas democracias contemporáneas. En su afán de brindar respuestas técnicas y sectorizadas a problemas complejos, los servicios públicos han marginado la dimensión relacional de la vida social. Al asumir que la administración puede resolverlo todo desde arriba, el aparato estatal ha terminado reemplazando los vínculos horizontales que históricamente han sostenido a los colectivos. Redes vecinales, organizaciones barriales, iniciativas solidarias y prácticas de ayuda mutua.
La paradoja es evidente. Cuanto más centralizada es la asistencia, más fragmentadas quedan las comunidades. El Estado, que debía ser la estructura facilitadora de las redes comunitarias, corre el riesgo de convertirse en su obstáculo. No por malicia, sino por obsolescencia institucional y por una concepción tecnocrática del bienestar, que trata a los ciudadanos como clientes que “demandan” soluciones y no como sujetos que “construyen” soluciones en común.
El colapso de un modelo social comunitario, la movilidad geográfica, la migración y la digitalización han producido una sociedad más individualizada, como subraya Subirats. El Estado, diseñado para operar en un contexto de comunidad estable, se encuentra ahora ante una ciudadanía solitaria, fragmentada, desconfiada. Y mientras intenta adaptarse, lo hace llenando vacíos con más burocracia y más procedimientos, sin preguntarse por la reconstrucción de las condiciones culturales que daban sentido a lo público: la confianza, la solidaridad, la corresponsabilidad.
En este sentido, la asistencia estatal, aunque vital en muchos casos, también ha sido parte del problema. En lugar de alentar el protagonismo ciudadano, lo ha desplazado. En lugar de fortalecer los músculos de la organización popular, los ha atrofiado. Y esta tendencia es aún más grave en territorios donde el Estado está presente solo para repartir subsidios, pero ausente para articular proyectos de vida colectiva.
Este fenómeno no es solo social, es profundamente político. El retroceso de lo comunitario deja un campo fértil para que discursos autoritarios colonicen el imaginario popular. El populismo de derecha no se construye solo con retórica nacionalista. Se nutre de una sensación real de abandono y humillación. De una ciudadanía que ya no encuentra en lo público un lugar de pertenencia, sino un engranaje frío, despersonalizado, que da respuestas impersonales a necesidades existenciales.
Al mismo tiempo, la tecnocracia digital propone un nuevo contrato. Reemplazar lo público por lo eficiente, lo democrático por lo algorítmico. Silicon Valley, con su ideología meritocrática y su desprecio por las mediaciones sociales, ofrece una salvación individual basada en la “superioridad cerebral” de sus élites. En este marco, la asistencia estatal no solo es vista como ineficaz, sino como un obstáculo a la autorrealización, un “premio” a la mediocridad y la dependencia.
Ambas posturas, la autoritaria y la tecnolibertaria, comparten algo: desconfían de lo común. Por eso, una defensa progresista del Estado solo será viable si recupera su dimensión cultural. Si vuelve a ser una herramienta que acompaña, y no sustituye, la acción colectiva.
El desafío no está en elegir entre Estado y comunidad. La clave, como bien plantea Subirats, está en reimaginar lo público no como sinónimo de lo estatal, sino como una alianza vital entre instituciones y sociedad civil. Se trata de construir un modelo de gobernanza que estimule la participación, que confíe en las capacidades locales, que valore la experiencia cotidiana como fuente legítima de conocimiento. Un Estado que no infantilice, sino que potencie. Que no acapare, sino que coopere.
Esto exige una reconfiguración institucional, pero también un giro cultural. Necesitamos una pedagogía del cuidado mutuo, una ética de la corresponsabilidad, una ciudadanía que se asuma no como cliente de derechos, sino como co-creadora de soluciones. De lo contrario, corremos el riesgo de una deriva peligrosa, donde el exceso de protección estatal se vuelva una forma de dominación, una administración de ciudadanos que ya no creen en su capacidad de transformación.
La asistencia estatal, cuando se convierte en una cultura, puede desactivar el impulso emancipador de las comunidades. Puede, sin quererlo, producir una ciudadanía pasiva, acostumbrada a pedir, pero no a proponer. Y en ese vacío, entran con fuerza los que prometen orden, seguridad o eficiencia totalitaria.
Reivindicar la acción comunitaria no es romantizar la autogestión sin recursos. Es recordar que la democracia necesita músculo cívico, tejido social, participación activa. Que, sin estos elementos, ni el mejor de los Estados podrá sostenerse. No se trata de recortar derechos, sino de devolverles su dimensión activa. Porque no hay ciudadanía sin ciudadanos. Y no hay libertad posible sin comunidad.
Por Mauricio Jaime Goio