Pocas cosas son tan nocivas para un país como la de tener a un estúpido en el poder, y Luis Arce, nuestro anodino presidente/candidato, parece empeñado en demostrarlo cada día con una convicción que espanta. Cada palabra que pronuncia con su tono ridículo, cada decreto que firma, cada concesión que arranca bajo la máscara de la justicia social, confirma que no entiende el país y menos su economía. Hace apenas unos días, firmó un acuerdo vergonzoso, cediendo sin resistencia a los caprichos de los mineros de FENCOMIN, dejando en evidencia su incapacidad, su debilidad y su desesperante fragilidad. Ahora, como broche de oro de este festival de irracionalidad, decreta un aumento del salario mínimo nacional, presentándolo como una victoria heroica gestada entre socios moribundos, comerciales y políticos.
Subir los salarios en una economía que camina a tientas, sin reservas, con una balanza comercial que respira artificialmente y un aparato productivo en estado de coma, es una solemne irresponsabilidad. El resultado es tan previsible que ya a generado pánico en el mercado, porque la inflación se devorará lo que quede de los salarios y del ahorro. Ese diez y cinco por ciento de incremento, que algunos celebran como si hubieran vencido a la pobreza en una batalla campal, será en realidad la lápida sobre el poder adquisitivo de los trabajadores, y como siempre, los pobres pagarán primero, pagarán más, y pagarán solos.
Arce no da pie con bola, y lo más surreal de su torpeza es que ni siquiera puede excusarse en la ignorancia, porque es economista, se supone que estudió estos fenómenos, que sabe que la economía es un organismo vivo que castiga sin piedad el desafío sus reglas. Pero Arce, fiel a la tradición de los gobiernos masistas, prefiere taparse los ojos, silenciar los datos y seguir colocando ladrillos en el muro de miseria que encierra cada vez más a los bolivianos. El país está exhausto después de tantos años de despilfarro, corrupción y demagogia, se tambalea al borde del abismo, y su presidente, en vez de tenderle una pita, le entrega una pala para que cave su propia tumba.
La ilusión de que la pobreza se combate escribiendo decretos es vieja, rancia y amarga, y ya la vivimos durante la UDP, cuando el entusiasmo político pretendió reemplazar el sentido común, y el resultado fue la escasez, desempleo, desesperanza, y el caos. No hay forma de que esta historia tenga un final distinto, el tiempo corre, las ventanas de oportunidad se cierran, y ya no basta con atacar los síntomas, ahora se necesita cirugía mayor, una que ni este gobierno ni sus cómplices tienen el valor ni la capacidad de realizar.
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Ya no hay propaganda que maquille la verdad, ya no hay relato que disimule el hambre, las colas, ni esconda la angustia. Los pocos que todavía aplauden, terminarán comprendiendo tarde, que la pobreza no se combate con aumentos salariales ficticios ni se gobierna un país como si fuera un mitin político. La economía, como la historia, no perdona a los necios, y a los estúpidos, mucho menos.