El gran apagón que acaba de afectar a España y Portugal, ha dejado en evidencia una verdad incómoda: la civilización contemporánea es absolutamente dependiente de la electricidad. Más que un servicio, la energía eléctrica es el frágil esqueleto que sostiene la vida moderna. ¿Estamos preparados para vivir sin ella?
Fuente: Ideas Textuales
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A las 12:32 del 28 de abril de 2025, España entera —y buena parte de Portugal— quedaron sumidas en la oscuridad. Metro paralizado, hospitales en modo de emergencia, supermercados cerrados, comunicaciones cortadas. En pocas horas, la vida como la conocemos dejó de funcionar. La interrupción eléctrica masiva, el peor apagón en la historia reciente de la península, puso en evidencia la vulnerabilidad extrema de nuestro sistema.
Las hipótesis sobre el origen del apagón son múltiples. Una desconexión masiva de plantas solares, oscilaciones extremas en la red, fenómenos atmosféricos e incluso la posibilidad descartada de un ciberataque. Pero más allá del detalle técnico, el suceso puso en evidencia una crisis estructural de fondo. La transición energética, que tanto celebramos, aún no ha resuelto su propia precariedad. Lejos de fortalecer el sistema, en muchos casos ha incrementado su complejidad y, por tanto, su inestabilidad.
La interconexión de redes es mínima: apenas un 2% conecta la península ibérica con el resto de Europa. Esto deja a España y Portugal como islas energéticas, vulnerables a fallos internos sin posibilidad de ser compensados desde el exterior. Las energías renovables, intermitentes por naturaleza, requieren una infraestructura de respaldo y una gestión inteligente que aún estamos lejos de consolidar.
El incidente ibérico nos obliga a cuestionar no solo la eficiencia técnica del sistema, sino su concepción cultural. El mito del progreso continuo, del crecimiento sin límites, del confort asegurado por la técnica, choca con una realidad energética frágil. Nos resistimos a asumirlo, pero tal vez el verdadero desafío no sea solo técnico, sino simbólico: ¿puede una civilización replantearse sus formas de vivir antes de colapsar?
La electricidad no es, como a veces se piensa, un lujo moderno. Es la infraestructura invisible que sostiene nuestras ciudades, hospitales, sistemas de transporte, redes de comunicación y actividades cotidianas. Sin ella, la civilización tecnológica moderna se desploma como un castillo de naipes. El apagón dejó atrapadas a miles de personas en trenes y ascensores, bloqueó pagos digitales, paralizó aeropuertos y carreteras, y obligó a improvisar soluciones básicas para calentar biberones o conservar alimentos.
En el fondo, más que un incidente técnico, lo que el apagón desnudó fue una profunda dependencia cultural y estructural. La vida diaria está diseñada en torno a la disponibilidad continua de energía. La idea misma de desconexión parece ajena a una generación que ha olvidado cómo vivir sin pantallas, sin luces, sin movilidad automática. La sociedad no solo consume electricidad: respira a través de ella.
Peor aún, la interdependencia global de los sistemas eléctricos, que conecta países y regiones para mejorar eficiencia, se convierte en una fuente de riesgo sistémico. España necesitó la asistencia de Marruecos y Francia para restablecer su red. La posibilidad de que un fallo en un solo punto —o un ciberataque, como se insinuó— provoque un efecto dominó continental ya no es teoría: es un escenario plausible.
El episodio de abril plantea preguntas incómodas. ¿Es sostenible una civilización que no puede subsistir sin un flujo eléctrico constante? ¿Qué tan preparados estamos para enfrentar fallas prolongadas en los sistemas que damos por garantizados? La respuesta, vista en la improvisación desesperada de quienes buscaban velas, transistores o efectivo, no invita al optimismo.
Más allá de las soluciones técnicas —como robustecer redes o descentralizar la generación energética—, el apagón señala una necesidad cultural urgente: recuperar una conciencia de vulnerabilidad. La resiliencia no se construye solo con tecnología, sino también con cultura, educación y previsión. Hoy, lo que está en juego no es solo el confort, sino la capacidad misma de sostener una vida humana digna en un mundo que ya ha perdido demasiadas certidumbres.
Quizá, después de este día, recordemos que toda civilización avanzada necesita más que electricidad para sobrevivir: necesita humildad para aceptar sus límites, sabiduría para prever sus crisis, y coraje para cambiar a tiempo.
Por Mauricio Jaime Goio.