El norirlandés tumba a Justin Rose en el playoff y completa su espinoso camino al Grand Slam. Sarazen, Hogan, Player, Nicklaus y Tiger le saludan.
Fuente: AS
Él entró al campo como un flan y todo el mundo salió de allí con ganas de pasar por el psicólogo. Pero al fin, once años y varios recambios de corazón por daños irreparables después, Rory McIlroy completó el Grand Slam del golf con el Masters de Augusta. El triunfo que le transporta del club de los mejores golfistas del siglo XXI al de las leyendas de este deporte. Gene Sarazen, Ben Hogan, Gary Player, Jack Nicklaus y Tiger Woods, todos estadounidenses, le saludan a las puertas de un Olimpo al que pareció siempre predestinado, por mucho que se haya empeñado en luchar contra su sino.
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El atardecer de Augusta ofreció la imagen de redención más potente desde que Tiger se cuadró, hace seis años, en el mismo lugar para recibir la prenda que acreditaba su 15º grande, el que enterró sus miserias. Rory lloró de rodillas sobre el green del 18 tras derrotar en el primer hoyo de playoff a Justin Rose, cuya historia, dos desempates perdidos ya (este y el de 2017 contra Sergio García, solo Hogan le iguala la marca), merece capítulo aparte. Abrazó con fuerza a su hija Poppy, de cuatro años, que ha venido con un grande bajo el brazo. Nunca antes le había acompañado, y ya dijo el martes que su presencia iba a ayudarle sobremanera. Aún no era ni un proyecto de ser humano la última vez que su padre había ampliado la colección de majors, que hasta la fecha contaba con un US Open (2011), un British (2014), dos PGA Championship (2012 y 2014) y un rosario de decepciones.
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La jornada sirve también como recordatorio a los que dirigen el tinglado de que la situación de los circuitos es insostenible. El golf simplemente no puede permitirse renunciar a producir momentos como estos en serie, y limitarlos a cuatro semanas al año. Por mucho que lo que se intuía un mano a mano entre PGA y LIV, representados por el flamante campeón y por Bryson DeChambeau, su compañero en el partido estelar, no durara mucho. El estadounidense dimitiría rápido y terminaría con 75 impactos, +3 para -7.
Pero Rory, que no pegó un buen golpe hasta el tercero del segundo hoyo, después de dejarse seis en completar el primero, doble bogey, haría las cosas a su manera, la que pasa por destrozarle los nervios a cientos de periodistas, a miles de ‘patronos’ y a cientos de miles de telespectadores. Durante más de cinco horas, el edificio de prensa del Augusta National fue un cine en sesión continua. Tan pronto pasaban una feel good movie como de repente te colaban una secuencia de La matanza de Texas. A ratos parecía hasta una broma a cámara oculta. Todo el mundo se buscaba, bien con ojos incrédulos o bien con carcajadas entre la complicidad y la demencia sobrevenida, ante cada tropiezo o acierto del norirlandés de Holywood, el primer campeón que le hace un 6 al segmento inaugural desde Faldo en el 90. El primero también que gana esto haciendo tres dobles bogeys o más desde Craig Stadler en el 82.
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Contribuyeron a que cundiera el pánico varios nombres a lo largo de la jornada. A ratos el sueco Aberg, dos top-10 en dos participaciones, que acabó en par para -6; a ratos Patrick Reed, que la metió a cholón desde la calle en el 17 y se aupó al tercer puesto con -3 para -9; incluso Scottie Scheffler (-3 para -8 y cuarto), que seguramente aportara su granito de arena al cacao mental de Rory cuando empezó a asomar en las primeras posiciones. Pero nadie tanto como el bueno de Rosey. Qué cerca estuvo, otra vez, de ser suya esta tierra y sus codiciados frutos, que diría Kipling. Diez birdies embocó en la última vuelta el líder a 18 y 36 hoyos del torneo, el hombre que más veces ha encabezado la tabla un jueves sin vestir el código 342 del Pantone, el ‘verde Masters’.
En lo que él avanzaba, Rory daba vueltas en círculo, fallando calles por doquier. De hecho ni un solo vencedor desde el año 2000 había cogido menos de tres en los nueve primeros del domingo. Él alcanzó solo una. El traspié del 1 lo había recuperado de sobra entre el 3 y el 9, tramo que cubrió con tres birdies. Cuando rascó otro al 10 y se puso cuatro arriba, los insensatos, a estas alturas pocos, cantaron victoria. Y ocurrió lo que podía ocurrir: +4 entre el 11 y el 14. Dos bogeys, un par, un doble bogey. Tendencias suicidas. Luego birdie al 15, par al 16, birdie al 17: tímida ilusión alimentada por el bogey de Rose en el penúltimo agujero.
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Todavía quedaba una nueva parábola. El inglés, un pateador incomensurable bajo presión de un tiempo a esta parte, los primerizos pueden corroborarlo tecleando en Youtube ‘Justin Rose Ryder Cup 2023 highlights’, la enchufaba desde seis metros en el 18. Y Rory, ay Rory, la tiraba al bunker con el segundo, ejecutaba una salida despampanante y acto seguido fallaba un putt de metro y medio para poner fin a la maldición, mientras en la lontananza del anfiteatro que ocupa la prensa, tras la cristalera, el que se iba a batir el cobre con él en el playoff pegaba bolas en el campo de prácticas. Empate a -11.
Llegado el clímax, afloró un golf de manual, testamento del talento en liza. Ambos cogieron calle, ambos cogieron green. Rose esta vez no tuvo el pulso, o si lo prefieren inserten ahí algún sustantivo más grueso, de repetir el puro de un cuarto de hora antes. McIlroy pegó un baby fade perfecto y la dejó a cuatro palmos. “No te atrevas a fallarlo”, le ordenó el representante del Toronto Sun en Augusta, condensando millones de cerebros en una frase. Y esta vez, para regocijo de tantos, McIlroy obedeció.
Fuente: AS