A pesar de su deslumbrante modernización, China no logra que su población consuma lo suficiente. Detrás del estancamiento del consumo interno se esconde una fractura estructural entre política, economía y cultura. En una sociedad marcada por el recuerdo de la escasez, el ahorro es más que una estrategia financiera: es una forma de sobrevivir.
Fuente: Ideas Textuales
Mauricio Jaime Goio
Durante años, el relato dominante sobre China se sostuvo en un solo verbo: crecer. Carreteras, puentes, trenes bala, rascacielos, fábricas, estadios. Todo en cifras de vértigo. Pero detrás de esa épica del concreto hay un dato que desafina: los chinos no gastan. Y no porque no quieran –como suelen pensar los burócratas de occidente–, sino porque no pueden, no se atreven o simplemente no les conviene. La economía china se ha convertido en un monstruo que produce mucho más de lo que su gente puede o está dispuesta a consumir.
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Este fenómeno, lejos de ser anecdótico, es hoy uno de los nudos estratégicos de la economía global. Mientras en Estados Unidos el consumo representa cerca del 70% del PIB, en China apenas ronda el 39%. La diferencia no es solo estadística. Es filosófica, histórica, civilizatoria. Y es aquí donde vale la pena detenerse.
Durante décadas, China apostó todo al modelo de inversión y exportación. Las familias chinas ahorraban, el Estado construía, y las fábricas vendían al mundo. Fue un sistema eficaz, funcional al orden global de la deslocalización industrial y a una narrativa interna de prosperidad colectiva. Pero ese orden empezó a tambalear cuando las ciudades se llenaron de edificios vacíos, los mercados externos se saturaron, y los grandes constructores –como Evergrande– colapsaron bajo su propio peso.
Hoy, la economía china sigue empujada por un impulso artificial. Se sigue construyendo, aunque ya no haya demanda, porque el movimiento económico aún sirve para maquillar los indicadores. Pero no se puede construir infinitamente para aparentar vitalidad. El país se enfrenta ahora a su gran desafío estructural. Cómo hacer que el crecimiento venga desde dentro, desde la billetera y la confianza de su propia gente.
¿Y por qué no gastan los chinos? La respuesta es compleja. En parte, porque no tienen suficientes garantías. La sanidad y la educación son desiguales, las pensiones escasas, y la política del hijo único dejó a muchas familias con una sola persona para cuidar a padres y abuelos. Pero hay algo más profundo: la historia.
China arrastra en su memoria colectiva siglos de hambrunas cíclicas, entre ellas la brutal catástrofe del “Gran Salto Adelante”, que mató a más de 30 millones de personas entre 1958 y 1962. En ese contexto, ahorrar no es una decisión económica. Es una obligación moral, casi un acto de piedad filial. Es proteger a los tuyos de un futuro siempre incierto. El ahorro es el escudo contra la historia.
El sistema lo refuerza. El Estado controla las grandes empresas y limita las opciones de inversión privada. No existe una cultura bursátil que multiplique los ahorros. Las acciones no suben, las empresas rentables son estatales, y los dividendos no llegan a la gente. El resultado: los ciudadanos ahorranporque no tienen cómo rentabilizar su dinero. Ahorro como refugio. Como resignación.
El problema, entonces, no es solo económico. Es político. Y cultural. Para que una sociedad consuma más necesita confianza, derechos garantizados, expectativas. Necesita sentir que gastar no la dejará desprotegida. Pero el gobierno chino, aferrado a una lógica de “inversión primero” y desconfiado del consumo como motor autónomo, se resiste a implementar reformas de fondo. Prefiere repartir subsidios menores, cupones para electrodomésticos o préstamos para comprar autos, en lugar de construir un sistema robusto de salud y pensiones.
Esto tiene consecuencias globales. Durante años, el mundo apostó a que China se transformaría en un consumidor masivo. Que la “fábrica del mundo” se volvería también su mercado. Pero no ocurrió. China no se abrió. Sus ciudadanos no consumieron en masa. Y ahora las tensiones se acumulan. Desequilibrios comerciales, guerras de aranceles, proteccionismo en India, Alemania, Estados Unidos.
Algunos economistas chinos proponen fórmulas audaces. Como el plan de Xu Gao, economista jefe de Bank of China, para repartir acciones de las empresas estatales entre la población, o la propuesta de Liu Shijin, Director del Centro de Investigación para el Desarrollo del Consejo de Estado, para equiparar los derechos de los 300 millones de migrantes rurales que viven en ciudades sin acceso pleno a servicios. Son intentos por volver políticamente aceptable algo que en esencia es una transformación: convertir el consumo en un derecho y no en una amenaza al orden.
Pero nada de esto será posible sin tocar lo esencial: el contrato cultural que organiza la relación entre el Estado y sus ciudadanos. El comunismo chino no cree en el consumo como virtud. Cree en el sacrificio, la planificación, el ahorro. Cambiar eso es más que una reforma económica. Es una revisión profunda de su identidad.
A China no le faltan carreteras, ni puentes, ni viviendas. Le falta confianza. Le falta una red de seguridad que le diga a su gente que puede vivir mejor sin que ello implique poner en riesgo el futuro de los suyos. Le falta reconocer que el desarrollo no es solo una cuestión de cifras, sino de bienestar compartido.
Y a todos nosotros –en este lado del mundo que espera que el gigante consuma más– nos falta entender que el estancamiento del consumo en China no se resuelve con políticas fiscales ni con tasas de interés. Se resuelve con otra promesa. Una que diga que vivir bien no es egoísmo. Que comprar un refrigerador o irse de vacaciones no es traicionar el ideal colectivo, sino cumplirlo.
Porque al final, el verdadero crecimiento no se mide en toneladas de cemento ni en megavatios instalados, sino en la capacidad de una sociedad para disfrutar con tranquilidad lo que produce. Y ahí, China todavía no ha dado el salto.