Crónica de una subvención que atrapó a Bolivia en una trampa económica
Al principio fue una salida práctica frente a la tormenta. Era julio del año 2000 y Bolivia se hallaba inmersa en una crisis social: bloqueos, marchas y una inflación contenida a duras penas. El presidente Hugo Banzer tomó una decisión drástica: congelar el precio de la gasolina y el diésel para calmar a los transportistas y evitar que el precio internacional del petróleo golpeara el bolsillo de la gente. Así nació una política que muchos celebrarían entonces… sin sospechar el precio que implicaría mantenerla dos décadas después.
El congelamiento de precios se justificó como una protección a los más vulnerables. Y lo fue, brevemente. Pero al poco tiempo ya comenzaban a verse las primeras grietas: las empresas petroleras empezaron a acumular cuentas por cobrar y el Estado se vio obligado a compensar con deuda e impuestos lo que dejaba de ingresar. Para 2003, la deuda con las petroleras superaba los 19 millones de dólares. Era el inicio de una maquinaria de subsidios que no dejaría de crecer.
Con la llegada de Carlos Mesa en 2004, el subsidio dejó de ser temporal y se convirtió en política de Estado. Mientras el precio del barril de petróleo escalaba en los mercados internacionales, Bolivia mantenía los precios congelados, pagando la diferencia. Como coincidía con los años del “boom del gas” y el auge de exportaciones, el país pudo financiar la ilusión de estabilidad. Pero esa ilusión tenía un reverso muy real: el contrabando de combustibles hacia los países vecinos comenzó a florecer como una industria paralela.
En 2008, mientras en Perú o Chile se pagaba hasta 1,50 dólares por litro de combustible, en Bolivia ese mismo litro costaba menos de 0,50. Era negocio redondo para los contrabandistas. Y una pérdida silenciosa para el Estado, que subvencionaba no solo al boliviano común, sino también al mercado negro.
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Luego llegó el momento que cambió el tono de la conversación. En diciembre de 2010, el gobierno de Evo Morales, en su intento más ambicioso de reforma, aplicó un aumento abrupto a los precios de la gasolina y el diésel. El llamado “Gasolinazo” pretendía eliminar de golpe la subvención. Pero la respuesta fue inmediata: protestas masivas, bloqueos, saqueos, y una sensación de traición. La medida fue revertida en apenas cinco días.
Lo que quedó no fue solo la vuelta al precio anterior, sino algo mucho más profundo: el subsidio se convirtió en un símbolo. Ya no era una ayuda del Estado; era, para la mayoría de la población, un derecho adquirido. Tocarlo sería tocar la fibra sensible del imaginario colectivo. El combustible barato se volvió intocable.
En los años que siguieron, la política de subsidios se mantuvo por inercia. Entre 2016 y 2023, su costo pasó de poco más de 200 millones de dólares a más de 1.700 millones anuales. Las reservas internacionales, en cambio, pasaron de 15.000 millones a menos de 3.500. La economía comenzó a crujir. Y, sin embargo, el tema seguía siendo políticamente radiactivo.
En 2024, el presidente Luis Arce, ante el creciente déficit fiscal y el desabastecimiento en los surtidores, intentó una estrategia distinta: convocar a un referéndum. La idea era transferir la responsabilidad al pueblo, evitar el costo político directo y legitimar cualquier decisión futura. Se introdujeron dos nuevos tipos de gasolina con precios más altos, y se puso el debate en manos de la ciudadanía.
Pero mientras tanto, la escasez persiste hasta hoy, el contrabando continuaba drenando divisas y las proyecciones eran cada vez más alarmantes: si no se tomaban decisiones, el subsidio absorbería el 15 % del PIB hacia 2030.
Los expertos ofrecieron soluciones técnicas: eliminación gradual, compensaciones directas a las familias más pobres, inversión en producción nacional y coordinación regional de precios. Sin embargo, ninguna reforma tendría éxito sin enfrentar primero el núcleo del problema: la percepción popular.
Porque, en el fondo, el problema no era solo económico, sino cultural. En Bolivia, el subsidio se consolidó como parte del pacto social informal entre el Estado y el pueblo. Un pacto que decía: mientras todo lo demás falle, la gasolina seguirá barata. Romper ese pacto exige algo más que medidas técnicas: requiere una nueva narrativa nacional sobre lo que el Estado puede —y no puede— seguir garantizando.
Así, Bolivia enfrenta hoy una encrucijada incómoda. Puede seguir alimentando una política que consume recursos, distorsiona el mercado y beneficia más a los ricos que a los pobres. O puede asumir el costo político de una reforma estructural que, aunque dolorosa al principio, podría evitar una crisis mayor.
Porque si algo ha demostrado esta larga historia, es que en economía no existen los regalos eternos. Lo que alguna vez se presentó como un derecho, fue en realidad un privilegio insostenible. Y tarde o temprano, la cuenta llega. Siempre.
Misael Poper