Este fenómeno no es nuevo. Ya Max Weber advirtió sobre la emergencia del líder carismático como tipo ideal en las democracias modernas. Lo que ha cambiado es la naturaleza del carisma. Antes anclado en la épica, el sacrificio o la oratoria, ahora mediado por la estética de la inmediatez, la viralización y la imagen. En esta nueva arena, no necesariamente sobresale quien piensa mejor el país, sino quien mejor domina el algoritmo.
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Las campañas electorales se han convertido en laboratorios de manipulación emocional. Como sostiene Daniel Innerarity, el votante contemporáneo no siempre razona su voto como un ciudadano informado, sino que lo consume como un espectador saturado de estímulos. En este contexto, el marketing político reemplaza el debate de ideas. Las encuestas determinan las decisiones más que los diagnósticos técnicos. Y la coherencia programática importa menos que la capacidad de emocionar.
En muchos casos, la ciudadanía termina votando por candidatos que jamás contrataría como administradores de una empresa o encargados de un proyecto estratégico. La política se llena de rostros familiares, tuiteros estridentes, “outsiders” con fórmulas mágicas y empresarios que creen que gobernar es como dirigir una marca. Así, el voto se vuelve una apuesta irracional, muchas veces impulsada más por el hastío que por la convicción.
Uno de los efectos más tóxicos de este modelo es que se ha institucionalizado una clase política que no rinde cuentas en términos de competencia. Partidos que deberían ser semilleros de liderazgo republicano terminan actuando como agencias de colocación. En muchos casos, basta con tener una base de seguidores fieles, una presencia mediática eficaz y una narrativa identitaria para acceder a cargos públicos. La meritocracia se convierte en una excepción, no en la regla.
Este no es un problema exclusivo de América Latina. Incluso en democracias avanzadas, como Estados Unidos, la elección de Donald Trump demostró que la popularidad no garantiza idoneidad. Pero en países donde las instituciones son más frágiles, este desfase puede ser aún más peligroso. El líder populista no solo desprofesionaliza la gestión pública, sino que puede poner en riesgo el orden democrático mismo.
El resultado de esta dinámica es un malestar difuso pero profundo. La gente no necesariamente reniega de la democracia como principio, pero sí del tipo de representantes que produce. Se sienten traicionados por promesas vacías, saturados por escándalos de corrupción, cansados de ver a improvisados dirigiendo carteras cruciales. Y así crece la abstención, el voto blanco, la desafección. Se abre la puerta al cinismo o, peor aún, a soluciones autoritarias que prometen eficacia sin rendición de cuentas.
Como explica Pierre Rosanvallon, uno de los grandes teóricos contemporáneos de la democracia, “el poder que no representa deja de ser legítimo”. La crisis actual no es solo institucional, sino emocional y simbólica. La gente ya no cree en quienes deberían encarnar su voluntad.
No se trata de renegar de la democracia, sino de radicalizarla en su espíritu. ¿Qué pasaría si, además del voto popular, se establecieran exigencias mínimas de formación y experiencia para ocupar cargos de alta responsabilidad? ¿Y si se fortalecieran los mecanismos de deliberación ciudadana, como los jurados sorteados o las asambleas consultivas, que buscan evitar la lógica de las campañas y premiar el juicio reflexivo?
La tecnología también ofrece herramientas. Plataformas de transparencia, participación directa, evaluación ciudadana del desempeño. Pero ninguna solución funcionará sin una cultura democrática renovada, que no idealice al carismático, sino que valore al competente, al ético, al responsable.
La democracia representativa ha sido una conquista histórica de las sociedades modernas. Pero necesita reformas urgentes para no colapsar bajo el peso de sus contradicciones. El mayor pecado de nuestro tiempo no es la corrupción ni la polarización, aunque ambas duelen, sino haber vaciado de contenido el acto mismo de elegir. Si queremos salvar la democracia, debemos volver a hacer de la representación un acto serio, exigente y profundamente ético.
Por Mauricio Jaime Goio.