La candidatura de Luis Arce al Senado por La Paz es mucho más que una movida electoral: es una confesión tácita. Tras haber declinado su postulación presidencial, acorralado por su propio partido y deslegitimado por el bajo respaldo popular, el presidente opta por refugiarse en el fuero parlamentario. No busca competir: busca protección.
No es común que un jefe de Estado en ejercicio se conforme con un escaño. Pero, en este caso, la decisión revela más de lo que oculta. Arce sabe que su ciclo terminó sin gloria y que su gestión será recordada por la escasez de dólares, la parálisis productiva, la subordinación de la justicia y la pérdida del relato histórico que sostenía al MAS. Sabe, también, que las denuncias de corrupción —en BOA, en YPFB, en Entel, en el litio y en múltiples licitaciones públicas— no desaparecerán con el cambio de mandato. Al contrario: serán el punto de partida para una revisión necesaria.
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Por eso el Senado no es un nuevo comienzo. Es un parapeto institucional, un intento por blindarse con inmunidad. Es un acto de sobrevivencia política y jurídica. Una retirada sin admitir derrota, pero asumiéndola en los hechos.
La candidatura presidencial ha quedado en manos de Eduardo del Castillo, su exministro de Gobierno. No es un relevo orgánico, ni un liderazgo emergente. Es un fusible político. Alguien dispuesto a asumir el desgaste electoral del MAS sin cuestionar su estructura. Alguien que pretende mantener la sigla activa, evitar la pérdida de personería jurídica y postergar, una vez más, la discusión de fondo: ¿qué queda del MAS más allá de sus pleitos intestinos?
Del Castillo, conocido por su protagonismo mediático y su retórica confrontacional, carece de trayectoria presidencial, estructura propia o relato ideológico. Su rol es claro: contener el colapso, aunque eso implique inmolarse en las urnas. No hay expectativa de victoria, solo cálculo. Su postulación es casi suicida, pero funcional.
A todo esto, se suma el rol de las organizaciones sociales, que durante este gobierno actuaron más como celestinas del poder que como representantes genuinos de sus sectores. La CSUTCB, la COB y otras estructuras corporativas se alinearon de manera acrítica y sumisa con el Ejecutivo, incluso cuando las políticas públicas perjudicaban directamente a sus bases. La designación del candidato a vicepresidente desde ese espectro no busca ampliar la legitimidad del binomio, sino garantizar lealtad interna y contención sindical. Es un reparto, no una propuesta. Una cooptación, no una alianza social.
Este doble movimiento —la fuga táctica de Arce y el sacrificio anticipado de del Castillo— expone la decadencia del oficialismo. Lo que alguna vez fue un proyecto hegemónico hoy intenta sobrevivir mediante mecanismos de autopreservación. No hay renovación, ni propuesta, ni liderazgo legítimo; solo una sucesión de maniobras para estirar el tiempo, conservar cuotas y protegerse entre ellos.
El MAS ya no compite para gobernar; compite para no desaparecer. Y quienes lo representan en la papeleta no lo hacen por convicción, sino por encargo. Es el final de una era que se niega a morir de frente. Prefiere intentar diluirse en un parlamento débil, antes que encarar la responsabilidad de su fracaso.
Pero la historia no concede refugios eternos. El país necesita verdad, justicia, instituciones. No puede seguir tolerando que quienes arruinaron su economía y degradaron su democracia se reciclen bajo la cobertura de un curul. Luis Arce busca amparo donde debería rendir cuentas. Eduardo del Castillo juega el rol de escudo humano en una batalla que ya está perdida. Ambos son síntomas de lo mismo: el masismo ha dejado de ser una alternativa y se ha convertido en un obstáculo.
Bolivia debe mirar más allá de sus ruinas. Y comenzar, de una vez por todas, la reconstrucción republicana.