El senador y candidato presidencial Andrónico Rodríguez ha lanzado un desafío público a Evo Morales: le concedió 24 horas para demostrar que ha traicionado al “proceso” y se ha pasado a la derecha, al imperio y al arcismo. Si eso ocurre, ofrece renunciar a sus pretensiones políticas. De lo contrario, exige que cesen las acusaciones. La escena no es trivial; representa el colapso del liderazgo vertical en el MAS, el ocaso de un caudillismo que no admite divergencias ni alternativas.
Este episodio es apenas un síntoma de algo más profundo: la dificultad de la política boliviana para salir del molde ideológico impuesto hace medio siglo.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Lo más revelador no es el tono del desencuentro, sino la carga simbólica que arrastra. En Bolivia – y en buena parte de América Latina – declararse de derecha sigue siendo una suerte de pecado capital. Para ciertos sectores, basta con disentir del relato oficialista para ser acusado de reaccionario, de fascista, de cipayo o de “vende patria”. El estigma se impone por encima de las ideas o de la trayectoria de la persona.
Y, sin embargo, ese lenguaje de trincheras se ha vuelto anacrónico. El mundo que produjo esas categorías ya no existe. El Muro de Berlín cayó hace más de tres décadas, la Unión Soviética se disolvió en el polvo de sus fracasos, y la propia China comunista abraza sin pudor los mecanismos del mercado. La Guerra Fría ha terminado, pero en Bolivia seguimos discutiendo como si aún estuviéramos en plena batalla.
Tal vez el debate ya no deba girar en torno a ideologías puras, sino a resultados verificables. No se trata de imponer dogmas, sino de combinar lo mejor de cada visión: conjugar la libertad individual que promueve el capitalismo con la equidad que postula la justicia social. Puede parecer una quimera, pero es un desafío tan apremiante como postergado.
En lugar de avanzar hacia esa síntesis, seguimos utilizando las palabras como armas. “Derechista” y “traidor” se han vuelto sinónimos en la jerga del colectivismo. Y “masista” equivale, en la otra acera, a ladrón o dictador. Es cierto que en ambos bandos hay personajes que tiene sobrados merecimientos para merecer estos calificativos; pero este lenguaje envenenado, que engulle a todos los adversarios, impide construir puentes, soñar en grande o siquiera escuchar y entender al otro.
El pecado, al parecer, no es robar o traicionar. El pecado es pensar diferente.
En ese contexto, Andrónico Rodríguez ha cometido una doble herejía: se ha atrevido a levantar la voz y a disputar liderazgo. No niega el legado de Morales. No renuncia al “proceso de cambio”. No es liberal ni capitalista. Pero eso ya no importa: ha sido señalado. Y una vez señalado, en esta guerra de etiquetas, toda diferencia pasa a ser interpretada como amenaza.
Lo más preocupante es que su propio discurso delata un temor aún mayor: tiene miedo a ser tildado de derechista. A pesar de sus gestos de autonomía, insiste en encasillarse dentro de la izquierda tradicional, admitiendo tácitamente que pensar de otro modo es traición. El resultado es previsible: seguirá postulando un modelo que ya ha mostrado su fracaso; intentará reflotarlo poniéndole parches retóricos y sin voluntad real de cambio. Está firmando su condena a seguir siendo, literalmente, otro más del mismo MAS.
Quizás esa sea la mayor tragedia de la política boliviana: la imposibilidad de disentir sin el riesgo de ser expulsado del templo. La falta de espacio para un pensamiento social moderno, sin dogmas; para un liberalismo abierto y sensible; para un centro político razonable, sin complejos.
Mientras tanto, el país se estanca. Rehenes de un lenguaje binario, seguimos eligiendo entre fantasmas del pasado, cuando los desafíos presentes – la crisis económica, el desempleo, la pobreza, la educación fallida, la justicia sin credibilidad – claman por respuestas.
Aunque las categorías de izquierda y derecha han perdido fuerza explicativa en el análisis político, siguen marcando emocionalmente a una parte importante de la población. Aproximadamente un tercio aún se identifica con referentes de izquierda, otro tercio con ideas de derecha, y el resto flota en un limbo que ha sido mayoritariamente capturado por el discurso populista. Por ello, la necesidad de entendimiento es más que un ideal: es una urgencia. Persistir en la lógica de trincheras sólo garantiza que nadie construya mayorías duraderas, que no se logre el consenso necesario, aún en las tareas más urgentes, y que la inestabilidad siga reinando. Por eso, pensar libremente y dialogar sin prejuicios no es una concesión: es la única vía posible hacia un país viable.
No hacen falta consignas. Hacen falta ideas. No necesitamos redentores infalibles, sino ciudadanos dispuestos a pensar por sí mismos, sin pedir permiso y sin prejuzgar.