En el corazón del siglo XXI, la captura de dióxido de carbono no es sólo una solución técnica al cambio climático, sino un síntoma profundo de una civilización que debe reinventar su relación con el poder, la naturaleza y el tiempo. Esta es la historia de cómo el carbono se ha vuelto político, y de cómo nuestra cultura lidia —o se niega a lidiar— con su legado invisible.
Fuente: https://ideastextuales.com
El CO₂, invisible e inodoro, es el rastro fantasmal de todo lo que llamamos progreso. Es la huella de cada automóvil encendido, cada rascacielos iluminado, cada campo fertilizado y cada bit transmitido. No es casual que estemos hablando de él más que nunca. En él se cifra no solo una crisis ambiental, sino una crisis civilizatoria.
Vivimos en el Antropoceno, una era en la que los procesos geológicos están siendo modelados por la actividad humana. Pero esa humanidad, abstracta y totalizante, es en realidad un eufemismo que oculta las desigualdades. Porque no todos emiten por igual, y no todos sufrirán el cambio climático del mismo modo. La captura del CO₂, vista desde esta óptica, no es una operación técnica, sino un espejo cultural que nos obliga a interrogarnos sobre qué tipo de civilización hemos construido.
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Desde la década de 1990, la captura y almacenamiento de carbono (CCS, por sus siglas en inglés) ha sido una promesa científica. Inicialmente se propuso en contextos industriales: plantas térmicas, cementeras o fábricas químicas. Se captura el CO₂ en el punto de emisión y se almacena en el subsuelo o se transforma en productos estables como hormigón. Es una idea poderosa, pero aún limitada: costosa, tecnológicamente compleja y con despliegue mínimo.
A esta tecnología se suman ahora las variantes de “emisiones negativas” conocidas como CDR (Carbon Dioxide Removal). Dos de ellas dominan el panorama: la bioenergía con captura y almacenamiento (BECCS) y la captura directa del aire (DACCS). La primera utiliza plantas que absorben CO₂ al crecer y lo retiene durante su conversión energética. La segunda instala grandes ventiladores que “aspiran” el aire y filtran químicamente el gas. El CO₂ recogido se almacena luego en capas geológicas profundas.
Ambas soluciones aún se encuentran en pañales industriales: hoy remueven menos del 0,1 % de las emisiones anuales. La paradoja es brutal. Tenemos la tecnología, pero no la escala. ¿Por qué? Costos energéticos, falta de voluntad política y, sobre todo, la ilusión peligrosa de que podemos seguir postergando lo inevitable.
Mientras la ingeniería lucha contra el reloj, la naturaleza sigue haciendo lo que ha hecho por millones de años: capturar carbono. Bosques, manglares, marismas, turberas, pastos marinos. Todos actúan como sumideros de CO₂, almacenando el gas en su biomasa y en el suelo. A estas estrategias se les conoce como soluciones basadas en la naturaleza. Son baratas, efectivas, y además proporcionan lo que los científicos llaman “servicios ecosistémicos”: sombra, regulación hídrica, biodiversidad, alimentos.
Pero incluso estos pulmones del planeta están enfermos. El cambio climático, la deforestación y la sequía están erosionando su capacidad de absorber CO₂. Hay estudios que señalan que en pocas décadas algunos bosques podrían pasar de ser sumideros a ser emisores netos. Como si los pulmones comenzaran a exhalar en lugar de inhalar. Un giro siniestro que aceleraría el colapso climático.
La naturaleza también ofrece métodos aún en exploración: el biochar (carbón vegetal que fija carbono en los suelos), el uso de microbios que consumen CO₂, la dispersión de rocas pulverizadas ricas en minerales o incluso la creación de suelos artificiales que retienen carbono. Todas son piezas de un rompecabezas que aún no sabemos cómo armar.
El consenso científico es claro. Ninguna de estas estrategias por sí sola es suficiente. Las tecnologías de captura no reemplazan la necesidad de reducir emisiones. Son un complemento, no una excusa. Y las soluciones naturales requieren cuidado, gestión y protección constante.
Hay también riesgos que no se pueden minimizar. Por ejemplo, BECCS puede competir con la producción de alimentos si se emplean cultivos energéticos a gran escala. Las reforestaciones mal diseñadas pueden liberar más CO₂ del que capturan, al remover vegetación existente o alterar suelos ricos en carbono. La instalación de infraestructuras para transportar y almacenar CO₂ presenta desafíos técnicos, sociales y geopolíticos.
Además, existe una dimensión ética. ¿Quién decide dónde se instalan estas tecnologías? ¿Qué comunidades asumen los riesgos? ¿Qué territorios se destinan al cultivo energético o al almacenamiento geológico? El carbono, aunque invisible, tiene consecuencias materiales, humanas y políticas.
El discurso que rodea a las tecnologías de captura —CCS, BECCS, DACCS— tiene ecos de redención. Nos prometen que, aunque hayamos pecado, aún podemos salvarnos. Esta narrativa, que mezcla ciencia y esperanza, recuerda las viejas fórmulas religiosas del perdón a cambio de penitencia. Solo que aquí la penitencia es una inversión multimillonaria y el perdón, una atmósfera un poco menos densa.
Sin embargo, esta fe tecnológica encierra una trampa cultural. Reproduce la lógica extractivista que nos llevó a esta crisis. Extraer carbono de la atmósfera para enterrarlo o transformarlo no deja de ser una versión invertida del mismo modelo de dominación de la naturaleza. Cambiamos de dirección, pero no de paradigma.
En este contexto, las soluciones basadas en la naturaleza —bosques, manglares, suelos— adquieren un doble valor. Son efectivas desde lo ecológico, pero también portadoras de una sabiduría cultural que el mundo moderno ha olvidado. En muchas cosmovisiones indígenas, por ejemplo, el bosque no es solo un almacén de carbono, sino un ser vivo, un ancestro, una entidad con agencia. Allí donde la ingeniería mide toneladas, la cultura ve vínculos.
¿Quién decide dónde se instala una planta de BECCS? ¿Quién administra los fondos para un proyecto de DACCS? ¿Quién gana con el carbono capturado y quién pierde con los árboles plantados en territorios ajenos? La captura de CO₂ está íntimamente ligada a cuestiones de soberanía, justicia y poder.
Las soluciones tecnológicas son presentadas muchas veces como neutras, pero en la práctica responden a intereses concretos. No es casual que muchas de ellas sean promovidas por las mismas industrias que durante décadas negaron el cambio climático. Tampoco es inocente que los grandes proyectos de captura se desarrollen en países del norte global, mientras que las soluciones “naturales” —reforestación, manejo de suelos— se deleguen al sur, como si la naturaleza de unos tuviera que redimir la industria de otros.
El debate no es solo técnico, es profundamente político. ¿Quién controla el carbono? ¿Quién decide qué se captura, dónde, cuándo y cómo? ¿Y qué pasará con los pueblos que viven en los territorios donde se almacenará para siempre ese gas invisible?
El CO₂ es el rastro cultural de una matriz energética fósil que ha moldeado no solo la economía, sino la subjetividad de occidente. El automóvil, la luz eléctrica, el plástico, el aire acondicionado. Todo lo que consideramos “vida moderna” está impregnado de carbono.
Cambiar esa matriz implica mucho más que sustituir combustibles Requiere imaginar una nueva relación con el tiempo, el consumo, el deseo. No basta con atrapar el gas; hay que desmantelar la cultura que lo produjo. Una cultura acelerada, acumulativa, extractiva.
En esta tarea, la política no puede ser mera administradora de soluciones tecnológicas. Debe ser una fuerza imaginativa, capaz de repensar los vínculos entre lo humano y lo no humano. Debe escuchar a los pueblos originarios, a los científicos críticos, a los ecologistas lúcidos, a los jóvenes que no aceptan heredar una atmósfera envenenada.
Quizá lo más inquietante del debate sobre la captura de CO₂ no es su dificultad técnica ni su costo, sino lo que dice de nosotros como especie. Solo ahora, cuando la catástrofe se ha vuelto palpable, comenzamos a buscar formas de revertir un proceso que sabíamos dañino desde hace décadas.
Capturar carbono es un acto de responsabilidad, sí, pero también de lucidez cultural. Nos obliga a reconocer que el progreso sin límites es una ilusión, que la Tierra no es un depósito inagotable, y que cada molécula de CO₂ que capturamos es una carta escrita al futuro, diciendo: lo entendimos, aunque tarde.
Lo que está en juego no es solo el clima, sino el tipo de relato que escribimos como humanidad. Y en ese relato, la cultura —más que la ciencia o la tecnología— es la que tiene la última palabra. Porque será nuestra capacidad de imaginar otro mundo la que decida si el carbono vuelve al subsuelo o si seguimos flotando, sin rumbo, en una atmósfera cada vez más caliente.
Por Mauricio Jaime Goio.