“La paradoja de la fiscalización mediática: cuando la imagen del funcionario colaborador se vuelve el blanco”


 

En el marco del Estado constitucional de derecho y el modelo autonómico vigente en Bolivia, la fiscalización es una herramienta clave para garantizar la transparencia y el buen gobierno. No obstante, esta labor debe ejercerse dentro de los límites legales, éticos y constitucionales, y nunca al costo de vulnerar derechos fundamentales, mucho menos cuando se trata de servidores públicos que cooperan voluntaria y legalmente con los actos de control institucional.



Recientemente, en una plataforma como TikTok —un espacio que dista mucho del rigor institucional que debería caracterizar a la administración pública— se ha difundido un video donde un concejal expone rostros de funcionarios municipales,  en especial el de la Directora del área, quien prestó colaboración activa en el esclarecimiento de presuntas irregularidades administrativas. Paradójicamente, en ese mismo contenido, los rostros de los denunciados se presentan difuminados, como un acto de prudencia o, quizás, de cálculo.

¿En qué momento se invirtieron los principios?

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¿Desde cuándo el servidor público que coopera con la ley debe ser expuesto como protagonista de la irregularidad, mientras que los investigados son tratados con cautela audiovisual?

Este hecho no es menor. Expone una peligrosa contradicción que debe ser abordada con seriedad. En la lógica constitucional boliviana, el derecho a la imagen y la privacidad no desaparecen por ostentar un cargo público, especialmente cuando el funcionario actúa en cumplimiento de la legalidad. De hecho, en virtud del artículo 21 de la Constitución Política del Estado, toda persona —funcionaria o no— tiene derecho a su imagen, a la honra y a la dignidad. Su exposición sin consentimiento, en medios o redes sociales, puede constituir una forma de violencia institucional o simbólica, más aún si ocurre en el marco de una investigación donde la persona expuesta no es investigada ni denunciada.

Los actos de fiscalización deben tener un carácter pedagógico, no escénico. No se puede banalizar el ejercicio del control público convirtiéndolo en contenido viral, como si se tratase de un concurso por “likes” o “seguidores”. La lucha contra la corrupción requiere firmeza, sí, pero también proporcionalidad, legalidad y respeto por las personas.

Ironías del espectáculo político: aquellos que enarbolan la bandera de la ley y el control, y que se promocionan como abanderados de la transparencia, terminan por vulnerar la imagen y la integridad institucional de quienes actúan de buena fe para esclarecer los hechos. Esa instrumentalización de la verdad con fines mediáticos no sólo erosiona el debido proceso, sino que genera un efecto disuasorio: ¿qué funcionario querrá colaborar con una investigación si corre el riesgo de ser públicamente expuesto o ridiculizado?

Desde una perspectiva autonómica, además, esta práctica vulnera los principios de coordinación, respeto competencial y protección de derechos, pilares esenciales del funcionamiento del régimen municipal. Si queremos construir instituciones sólidas, debemos comenzar por respetar a quienes, desde adentro, se atreven a decir la verdad y cooperar con la ley.

Por tanto, resulta imprescindible recordar que la transparencia no se construye desde el escarnio, sino desde la legalidad. Y que los verdaderos actos de fiscalización son aquellos que fortalecen la institucionalidad, no los que buscan ganarse unos cuantos porotos mediáticos a costa de la dignidad ajena.

Carlos Pol, Ph.D. en Derecho Constitucional