Machado, el poeta que dudó de su grandeza


Antonio Machado escribió en 1931 un discurso para ingresar a la Real Academia Española, pero jamás lo leyó. Aquel texto inacabado, titulado “¿Qué es la poesía?”, parecía más una confesión de conciencia que un acto académico. A través de esa duda, Machado se reveló como el alma herida de la Generación del 1898. Un poeta que no solo cuestionaba su tiempo, sino también su lugar en él.

Fuente: https://ideastextuales.com



La Academia de la Lengua ha homenajeado al escritor sevillano con un acto en el que el actor José Sacristán leyó el texto que el poeta había escrito en 1931 para ocupar la silla V de la institución, pero que jamás llegó a presentar. Al escucharlo nos queda claro que aquella tarde de 1931, en el Madrid convulso de la Segunda República, Antonio Machado se sentó a escribir algo más que un discurso. Tal vez se trataba de una carta íntima, o de un testamento poético sin destinatario. En vez de glorificar su obra o recitar honores, el poeta sevillano decidió preguntarse: “¿Qué es la poesía?”. En ese gesto de duda, de incertidumbre y de modestia, se asoma el hombre que, como los artistas verdaderos, prefirió la búsqueda a la certidumbre.

Machado pertenece a una generación de hombres desencantados: la del 1898. No eran revolucionarios en el sentido clásico, sino herederos del desastre. Les dolía España, una patria convertida en espejo roto después de perder sus últimas colonias. Y frente a esa herida, no alzaron puños, sino palabras. Como él mismo dejaría entrever en sus Campos de Castilla, esa tierra sin arboledas ni danzas representaba el alma seca de un país que había dejado de soñarse a sí mismo.

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Pero a diferencia de otros miembros de la Generación del 1898, que buscaron refugio en la filosofía pura o en la filología erudita, Machado puso su oído en la tierra. No creía en la literatura como adorno, sino como conciencia. En su discurso confiesa que aborrecía los “primores de la forma” y que el lenguaje le interesaba solo cuando contenía una verdad. La poesía, para él, debía emanar del alma y no de la retórica. Por eso no vaciló en tildar de “poetas sin alma” a Paul Valéry o Jorge Guillén, cuyos versos juzgaba fríos, sin raíz emotiva, sin esa “zona húmeda de los sueños humanos” donde habita la verdad.

Esa crítica no era solo estética, era profundamente política. En tiempos donde el racionalismo y el cientificismo pretendían ordenar el mundo como si fuera una ecuación, Machado invocaba el misterio. Su rebeldía fue la del poeta que desconfía de los absolutos y que sospecha que el alma humana no puede ser reducida a silogismos. Veía en la tradición una forma de rebelión, en lo local un refugio de lo verdadero.

Es curioso, y profundamente machadiano, que ese discurso nunca llegara a ser leído. Las razones fueron múltiples. El teatro, la política, el desprestigio de las academias durante la República. Pero uno intuye que, en el fondo, Machado nunca se sintió cómodo bajo las lámparas de la consagración. Su lugar estaba en la trinchera del lenguaje, no en los mármoles de las instituciones. Tal vez por eso, en vez de presentarse como académico, prefirió seguir siendo quien escribía para encontrar sentido, no para exhibirlo.

Cuando Joan Manuel Serrat entona sus versos, cuando se recita ese “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, uno entiende que Antonio Machado no necesitaba la RAE para ser eterno. Le bastaba con sembrar dudas. Porque a veces el verdadero poeta no es el que da respuestas, sino el que tiene el coraje de mirar el abismo y asumir con sinceridad su completa ignorancia. Aunque, como buen Quijote, todos los días embistiera contra ella utilizando sus versos como lanzas en ristre.

Por Mauricio Jaime Goio.