Más allá de Sergio Antelo. Radiografía de los partidos políticos


Por: Enrique Gonzales*

La historia política de Bolivia es la historia de una farsa sostenida con eficacia: la idea de que los partidos tienen poder. El pensador cruceño Sergio Antelo lo intuyó en una de sus obras olvidadas: Centralismo y Estructuras de Poder. Su diagnóstico señala que los partidos se plegaron al orden centralista y lo reprodujeron con obediencia. No surgieron para disputar el poder, sino para darle forma legal a su reparto. No representaron a la sociedad, representaron al Estado ante la sociedad.



Su ensayo es una denuncia sobre cómo los partidos políticos se han convertido en herramientas de dominación, vacías de ideología, incapaces de sostener una dirección histórica. No es posible dudar cuando sentencia que en Bolivia no hay partidos políticos, hay Empresas Políticas que disputan o negocian su cuota de poder, en la posibilidad de ascender al poder del Estado.

En la visión de Antelo sobre la política, los partidos se conciben como engranajes funcionales del centralismo, legitimadores circunstanciales de una estructura estatal excluyente y vertical. No son representantes de proyectos ideológicos autónomos ni visiones nacionales orgánicas, son vehículos de acceso al aparato estatal. Nunca llegan a ser gobierno, sino reinados circunstanciales producto de la inestabilidad del poder. Por eso no pueden sostener una dirección nacional duradera. Están atrapados en una lógica clientelar y barata que los convierte en parte del problema estructural del país, no en su solución.

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El ensayo es un análisis lúcido del centralismo y la crisis de los partidos políticos en Bolivia, y tal vez en la actualidad su diagnóstico sería el mismo. Sin embargo, creo que el problema va más allá de lo que él pensaba y es urgente replantear el sentido de la búsqueda de soluciones.

En su trabajo, la crisis de los partidos políticos es provocada por la trilogía inseparable del caudillismo-centralismo-jefatura independiente del tipo de gobierno o de su orientación ideológica. Esta configuración de los partidos los vuelve estructuras jerárquicas, con un esqueleto vertical y autoritario, sin auténticas bases democráticas. En sus palabras, los partidos se articulan en torno al jefe, no al programa. Esto produce partidos personalistas, centralizados y funcionales al culto del caudillo, lo que impide una discusión democrática real de los problemas nacionales o regionales. Y si bien, todo esto es cierto, no es la causa sino el síntoma de un problema mayor.

Para Antelo, la trilogía caudillismo-centralismo-jefatura es la causa de la crisis política: una especie de patrón sociológico repetido a lo largo de la historia que explica por qué los partidos no funcionan, por qué el Estado sigue siendo excluyente, y por qué la democracia nunca se consolida. En su enfoque, lo personalista, lo vertical y lo centralizado son los ejes estructurantes del mal político boliviano.

Sin embargo, pienso que la verdadera causa de la crisis está en el modo en que el sistema opera: en cómo organiza sus decisiones, selecciona lo que cuenta como válido y bloquea lo que no reproduce su lógica. No es el caudillo quien centraliza el poder: es el sistema el que sólo permite operar como caudillo. No es la jefatura la que se impone por voluntad: es el sistema el que no tiene espacio para otra forma de autoridad que no sea personal, vertical y cerrada.

Las patologías políticas de Sergio Antelo son formas normales de operación dentro de un sistema clausurado, incapaz de producir alternativas. La pregunta no es por qué seguimos teniendo caudillos sino por qué el sistema político boliviano sólo puede producir poder si se presenta como caudillismo, centralismo y jefatura.

Los partidos no nacen en el vacío. Nacen donde hay un espacio que lo permite y una estructura que les da sentido. No fracasan porque lo hagan mal. Fracasan porque hacen exactamente lo que el sistema les permite hacer: funcionar como intermediarios que administran expectativas sin alterar nada. Son parte de la decoración. Son la ilusión de movimiento en un tablero inmóvil.

El sistema político boliviano ya está diseñado para no sostener nada que lo desafíe. No actúa según las ideas de sus actores, sino según su propia lógica. Decide qué formas sobreviven, qué liderazgos son admitidos, qué voces deben silenciarse antes de volverse relevantes y qué tipo de estructura puede repetirse sin colapsar. En Bolivia, esa lógica sólo admite una forma posible: la personalización del poder. No porque lo decida una élite ni porque lo imponga la historia, sino porque el sistema político no puede reconocer ni procesar otra forma de autoridad que no sea centralizada, vertical y mesiánica.

El caudillismo no es un accidente, es un requisito. La jefatura no es un vicio, es una condición operativa. Y el centralismo no es una decisión geográfica, es un filtro estructural que determina qué puede circular y qué debe ser excluido. El sistema no tolera otra forma de hacer funcionar los partidos políticos. Y cuando se intenta modificar la estructura, el sistema no colapsa: neutraliza. No necesita reprimir. El matonaje sistémico está en el trámite, en la tranca, en la desacreditación pública y la ridiculización del que piensa diferente.

El partidismo político es una crisis permanente porque está diseñado para que sea de esa forma. No es porque estén mal dirigidos o porque se desvíen de su programa, sino porque el sistema ya decidió cómo debe operar el poder y el partidismo solo es una ilusión útil.

Superar el diagnóstico exige dejar de pensar que los partidos pueden corregir la historia sin modificar el sistema. No están hechos para eso, no tienen la estructura, ni la voluntad, ni el lenguaje para hacerlo. No se reforman estructuras que nacieron para no representar. Se las reemplaza o se las expone como lo que son: formas elegantes de exclusión. El problema es que el ciudadano nunca fue parte del sistema que le da forma a este país.

*Es analista político y ex Director de Latinoamérica de Estudiantes por la Libertad.