Armando Ortuño y Gustavo Pedraza advierten sobre los riesgos de un proceso electoral deslegitimado y la manipulación de poderes fácticos.
Por Pablo Deheza
Fuente: La Razón
Bolivia atraviesa una crisis múltiple, cuyos factores se agudizan en el marco de la carrera rumbo a las elecciones del 17 de agosto. La reciente ofensiva judicial impulsada por el activista Peter Erlwein Beckhauser, cuyo accionar ha derivado en recursos que buscan alterar o paralizar el proceso electoral, ha expuesto con crudeza una tendencia cada vez más peligrosa: la instrumentalización del sistema de justicia con fines políticos. Más allá del caso individual, lo que se pone en evidencia es la fragilidad de las instituciones del Estado y la consolidación de prácticas que erosionan la legitimidad democrática.
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Para entender la magnitud de este fenómeno, conversamos con dos conocedores de la realidad del país: Armando Ortuño, economista y estudioso del proceso político boliviano, y Gustavo Pedraza, abogado, excandidato vicepresidencial y exdirector de la Fundación Boliviana por la Democracia Multipartidaria (fBDM). Ambos coinciden en que los hechos recientes no son accidentales ni aislados: responden a una lógica sistemática de manipulación institucional que busca influir en los resultados electorales por medios ajenos a la voluntad popular.
Ortuño y Pedraza describen un escenario en el que el Poder Judicial actúa como brazo político de intereses concretos, mientras el Tribunal Supremo Electoral (TSE) cede ante presiones externas. Los partidos políticos en pugna, en conjunto, muestran una alarmante descomposición interna. La combinación de estos elementos amenaza con desembocar en un proceso electoral deslegitimado, atravesado por recursos judiciales de dudosa legalidad, y en el peor de los casos, paralizado por completo. La democracia boliviana, advierten, está siendo socavada desde dentro por la inacción de unos y la intervención indebida de otros. Se trata, según nuestros invitados, de una verdadera encrucijada histórica que podría definir el rumbo institucional del país en los próximos años.
Ataques de varios frentes
Para Armando Ortuño, reducir el problema al accionar de un individuo como Peter Erlwein Beckhauser es caer en una trampa peligrosa. “Si pensáramos que es Beckhauser el problema, estaríamos equivocados”, advierte. Lejos de tratarse de un episodio aislado, Ortuño interpreta la ofensiva judicial reciente como parte de una estrategia de poderes fácticos interesados en paralizar el proceso electoral y desarticular el correcto funcionamiento institucional. “Beckhauser es el loquito funcional de una operación más compleja. No importa si actúa voluntaria o involuntariamente: está siendo instrumentalizado para generar un efecto político mayor”, afirma.
Según el economista, el verdadero problema no radica en las denuncias o demandas presentadas, sino en la celeridad y complacencia con que el sistema judicial responde a ellas. “Yo puedo presentar una demanda en cualquier juzgado, lo preocupante es que ese juzgado actúe en 24 horas, saque resoluciones en seis. Eso no es normal. Aquí hay una institucionalidad que se está moviendo por instrucciones de intereses políticos, no por legalidad”, sostiene. Este comportamiento, argumenta Ortuño, revela un patrón de utilización del sistema judicial como herramienta de control y represión, con efectos desestabilizadores para todo el proceso democrático.
Reflexiona además sobre la banalización del conflicto. “Transformar esto en una historia de despecho o un episodio pintoresco es tapar algo mucho más tenebroso. Nos enfrentamos a una amenaza real contra la estabilidad del país”, asevera. Para Ortuño, esta no es una simple anomalía jurídica, sino una maniobra política deliberada cuyo objetivo es torcer la voluntad popular antes de que se exprese en las urnas.
La fragilidad del TSE
Gustavo Pedraza coincide en que el problema supera con creces la figura de Beckhauser. Para él, lo que ha quedado expuesto es “la extrema fragilidad institucional del Tribunal Supremo Electoral como órgano de poder independiente”. Según su análisis, el TSE no ha logrado ejercer su autonomía frente a los embates del poder judicial. Así, ha terminado, en varios momentos, subordinado a intereses ajenos a su mandato constitucional.
“El Órgano Judicial ha sido el que más ha invadido las competencias del Tribunal Supremo Electoral”, señala Pedraza, subrayando cómo esta injerencia se ha normalizado. “Incluso hemos llegado al extremo de ver al Tribunal pedir una ley al Legislativo que lo blinde, cuando tiene competencias constitucionales para actuar por sí mismo. Esa solicitud es una confesión de debilidad institucional”.
La preocupación se profundiza cuando se observa la composición interna del TSE. Pedraza menciona divisiones marcadas en su estructura y cuestiona su rol como garante del proceso. “No está cumpliendo su función como árbitro electoral. Hay una facción alineada con el oficialismo, y su pasividad frente a las acciones judiciales lo demuestra”, explica. En ese contexto, desde su mirada, el TSE no solo pierde legitimidad, sino que contribuye al deterioro de la confianza en el proceso democrático.
Partidos en colapso
Ambos intelectuales invitados coinciden en que la descomposición de los partidos políticos ha debilitado aún más la arquitectura democrática del país. “Ahora los partidos son estructuras frágiles, improvisadas, sin capacidad de respuesta institucional. Son juntuchas de candidatos y grupos que se unen solo para ir a elecciones, sin vida orgánica ni proyecto político de largo plazo”, lamenta Ortuño.
Pedraza refuerza esta crítica señalando que, en la práctica, los partidos se han convertido en propiedades privadas. “Hay partidos con dueños. Algunos con un líder único, otros con una pareja (un matrimonio), otros con un grupo reducido que negocia candidaturas y alquila siglas. No hay elección interna, ni bases territoriales, ni democracia interna. Es una modalidad patrimonial del sistema político”.
Esta debilidad estructural se traduce en una alarmante improvisación: cambios masivos de listas, pugnas internas irresueltas y ausencia total de propuestas programáticas. Como resultado, las organizaciones partidarias no actúan como diques de contención frente a la judicialización, ni como defensores del proceso electoral. Por el contrario, terminan siendo cómplices pasivos, o incluso activos, del deterioro institucional.
El mutis de la clase política
La actitud de la clase política frente a esta crisis institucional es, para Ortuño, un reflejo de hipocresía generalizada. “Si a mí no me afecta, pueden hacer cualquier barbaridad. Cuando me afecta, chillo. Esa es la lógica”, sentencia. Esta conducta reactiva, y no de principios, está permitiendo que se sienten precedentes peligrosos: si hoy se bloquea judicialmente a un partido, mañana puede hacerse con cualquier otro.
El economista advierte que se ha iniciado una dinámica de represalias judiciales que puede escalar rápidamente. “Si ahora se tumban a dos o tres partidos, ¿quién dice que en dos semanas no se eliminan otros dos más? ¿Quién impide que un juez suspenda una elección si el gobierno u otro actor ve que va perdiendo? Estamos entrando a una fase donde puede pasar cualquier cosa”.
Pedraza, por su parte, subraya que muchos actores guardan silencio porque están concentrados en sus propias listas y negociaciones internas. “Están más ocupados en sus candidaturas que en defender el proceso democrático. No hay una manifestación clara, firme ni colectiva para frenar esta judicialización. Y eso también explica por qué el Tribunal Supremo Electoral no siente presión para actuar con mayor independencia.”
En este panorama de indiferencia, Ortuño rescata algunas excepciones: “La decisión de Samuel Doria Medina de retirar a Beckhauser de su lista y rechazar la judicialización habla bien de él. Pero son pocos los que se atreven a asumir un costo político por principios democráticos”.
Riesgos para el país
Ambos analistas coinciden en que el país se aproxima peligrosamente a un escenario de descomposición institucional, cuyas consecuencias pueden ser tan impredecibles como graves. “Esto no va a terminar bien”, afirma Ortuño con tono categórico. “De esta manera no se construye estabilidad, ni convivencia, ni condiciones para resolver los problemas graves del país. Así, solo se genera conflicto”, señala. Su preocupación central radica en que se consolide un precedente: que sea posible manipular el proceso electoral mediante la instrumentalización del poder judicial, sin consecuencias para sus responsables.
En ese sentido, el economista remite a un episodio crítico de la historia democrática boliviana: las elecciones de 1989, marcadas por la actuación discrecional de algunos miembros de la Corte Nacional Electoral, conocidos luego como “la banda de los cuatro”. Aquella manipulación de actas electorales derivó en la anulación de más de 115.000 votos y alteró la composición del Parlamento, incluso la asignación de una senaduría por Oruro. Ese episodio provocó una grave crisis de legitimidad y obligó a reformas profundas en el sistema electoral y constitucional, incluida la eliminación del mecanismo que permitía que el tercero en votación popular llegara a la presidencia a través de pactos congresales.
Ortuño advierte que los paralelos con la situación actual son inquietantes, con la diferencia de que hoy los ataques al proceso democrático son más sofisticados y sistemáticos. “Si por mantenerse en el poder pueden hacer todo eso y salir impunes, el mensaje que se instala es devastador. Puede que ganen en el corto plazo, pero el país y su democracia pagarán el costo en el mediano y largo plazo.”
Pedraza también lanza una alerta. “Lo que tenemos en curso es de alto riesgo. Si se consolida una de estas demandas judiciales para inhabilitar candidaturas, veremos una cascada de demandas similares. El proceso podría paralizarse, y con ello, abrirse un escenario de caos político y malestar social acumulado”.
El caso guatemalteco
La advertencia de Ortuño sobre la judicialización del proceso electoral se complementa con un ejemplo reciente: Guatemala. “Este proceso pasó también en Guatemala hace dos años”, señala, refiriéndose a las elecciones de 2023 en las que el Movimiento Semilla —liderado por Bernardo Arévalo— fue blanco de una ofensiva judicial promovida por el Ministerio Público, bajo el mando de la fiscal Consuelo Porras. Esta funcionaria, sancionada por Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea por corrupción, intentó invalidar la candidatura de Arévalo y anular los resultados de la primera vuelta.
La Fiscalía acusó a Semilla de irregularidades administrativas y promovió su suspensión. La Corte de Constitucionalidad debió intervenir en diciembre de 2023 para frenar lo que la CIDH calificó como un “intento de golpe institucional”. Mientras tanto, el Ministerio Público emitió órdenes de captura contra opositores, periodistas y fiscales, utilizando el aparato judicial para bloquear reformas y preservar el statu quo.
Ortuño ve en Bolivia signos preocupantemente similares: un sistema judicial funcional a intereses políticos, instituciones electorales desbordadas por actores ajenos a su mandato, y una clase política incapaz de generar consensos. La diferencia —advierte— es que en Bolivia “todavía estamos a tiempo”, pero solo si se asume la gravedad del momento y se actúa con firmeza institucional.
El caso guatemalteco demuestra que la judicialización puede llevar a un punto de quiebre institucional, pero también que la presión social y la vigilancia internacional son claves para evitar el colapso. En Bolivia, sin embargo, esa presión aún es débil, y los actores políticos parecen más ocupados en disputas internas que en defender el proceso democrático. Si no se detiene esta deriva, el país corre el riesgo de replicar un modelo de crisis institucional que dejó en Guatemala una democracia erosionada, un Congreso fragmentado y una justicia capturada.
Posibles soluciones
Frente al deterioro progresivo del proceso electoral, Gustavo Pedraza propone medidas urgentes para evitar el colapso institucional. Su planteamiento central es la necesidad de una coordinación interinstitucional entre los poderes del Estado. “El Tribunal Supremo Electoral debe definir con claridad su rol, recuperar su autonomía y, junto con el Legislativo y el Órgano Judicial, establecer acuerdos formales que garanticen la continuidad y la legitimidad del proceso”, afirma.
Esta coordinación, según Pedraza, no puede ser meramente declarativa. Debe traducirse en acciones concretas: limitar la interferencia judicial, rechazar demandas políticas sin sustento legal y blindar el cronograma electoral. Sin esa voluntad institucional, advierte, “lo que viene es un proceso electoral perforado por disputas judiciales, con resultados constantemente cuestionados”.
Ambos entrevistados coinciden en que la solución no pasa solo por reformas técnicas, sino por decisiones políticas concretas y urgentes. “Se necesita un acto de responsabilidad democrática que hoy no se ve ni en el Tribunal Electoral ni en los partidos”, señala Ortuño. Reconstruir credibilidad institucional y reencauzar el proceso electoral requiere enfrentar directamente a los actores que buscan manipularlo, incluso al costo de confrontar al propio gobierno.
Un futuro incierto
La convergencia de factores —fragilidad institucional, judicialización política, descomposición partidaria y pasividad de la clase política— configura un escenario de incertidumbre profunda para Bolivia. La democracia ya no enfrenta solo desafíos tradicionales como la polarización o el autoritarismo, sino una corrosión interna de sus propios mecanismos de control y legalidad.
Como resume Ortuño resume apuntando que “de esta manera no se crean condiciones para que la política resuelva los problemas graves del país”. Si no se revierte esta lógica, la judicialización del proceso electoral puede convertirse en la antesala de una crisis aún más profunda: una en la que las elecciones se vuelven rituales vacíos y las instituciones, instrumentos de poder al servicio de intereses particulares.
El desafío, por tanto, no es solo preservar una elección, sino rescatar la credibilidad de la democracia como forma de resolver los conflictos colectivos. Con el tiempo electoral corriendo y las amenazas multiplicándose, la ventana de oportunidad para corregir el rumbo se reduce cada día. Bolivia está ante una prueba histórica: demostrar que aún puede construir instituciones que estén al servicio de la soberanía ciudadana y no del cálculo político personal o sectario.
Fuente: La Razón