Fuente: https://ideastextuales.com



Hubo un tiempo en que la soledad era un silencio necesario. Un espacio entre dos ruidos. Un lugar donde uno volvía a sí mismo para después regresar al mundo con más claridad. Hoy, sin embargo, para muchos, se ha vuelto un lugar permanente. No se entra y se sale: se habita. Y desde ese lugar, una parte significativa de la humanidad vive sin el amparo de una comunidad, sin una red afectiva que los sostenga, sin ese “nosotros” que da sentido al yo.

Lo que alguna vez fue una excepción, se ha vuelto estadística. Más de mil millones de personas declaran sentirse solas con frecuencia. Y esa cifra, que debería ser motivo de alarma cultural, ha sido recibida por el mercado como una oportunidad. La soledad, convertida en fenómeno global, ha dejado de ser una herida y ha empezado a ser rentable.

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La pandemia no trajo la soledad, la desnudó. Desarticuló los rituales cotidianos —el saludo en la calle, el mate compartido, la conversación sin apuro— y nos dejó frente al espejo. En muchos casos, la imagen reflejada fue brutal. Vínculos debilitados, afectos lejanos, relaciones precarizadas por la velocidad de la vida urbana. Descubrimos que nuestros afectos eran más frágiles de lo que pensábamos.

Lo que durante siglos fue un problema colectivo, la necesidad de pertenecer, de ser parte de algo, se transformó en responsabilidad individual. Y en lugar de reconstruir el lazo social, inventamos plataformas para simularlo.

Hoy existen aplicaciones para alquilar amigos, conversar con inteligencias artificiales que replican afecto humano, asistir a cenas entre desconocidos organizadas por algoritmos. No se trata ya de ficciones distópicas, sino de servicios reales, con planes de suscripción. Mientras las instituciones públicas retroceden, el mercado avanza. Y lo hace con eficacia: ofrece compañía sin conflicto, escucha sin juicio, relación sin riesgo.

Desde Japón hasta Estados Unidos, surgen iniciativas estatales para enfrentar la soledad como un problema de salud pública. Sin embargo, la mayoría de las soluciones siguen en manos del sector privado. El dolor emocional ha sido reconfigurado como nicho de inversión. El vacío, transformado en oportunidad.

La soledad contemporánea no es solo un fenómeno individual, sino el síntoma de una cultura que ha desmantelado sistemáticamente sus formas de encuentro. Las ciudades, diseñadas para el tránsito y el consumo, no invitan a la permanencia ni al contacto. La tecnología, si bien prometía conectar, muchas veces opera como filtro o muralla. Y la idea de comunidad ha sido reemplazada por redes de interés, frágiles y efímeras.

Como sociedad, hemos perdido el pegamento simbólico que nos mantenía unidos. Y lo más preocupante, hemos dejado de buscarlo. En su lugar, lo que se ha multiplicado son soluciones de mercado. No de vínculos, sino de contratos.

Frente a este panorama, cabe preguntarse: ¿cómo reconstruir comunidad en un mundo que la ha tercerizado? ¿Cómo volver al lazo cuando todo a nuestro alrededor empuja hacia la autonomía individual y la eficiencia emocional?

Más que una solución tecnológica, necesitamos una transformación cultural. Una política del cuidado, del encuentro, de la lentitud. Rediseñar los espacios para favorecer el vínculo. Revalorizar la conversación como acto vital. Recuperar la presencia como gesto ético.

Porque si algo dejó claro la pandemia, es que no podemos vivir sin otros. Que el ser humano, en su esencia, no es autónomo sino relacional. Y que ninguna aplicación puede reemplazar el calor de una mano extendida, la mirada que comprende, el abrazo que consuela.

La soledad, cuando no es elegida, no es libertad. Es abandono. Y como tal, debería ser una preocupación colectiva. La tarea de este tiempo no es seguir perfeccionando simulacros de afecto, sino recuperar las condiciones reales del encuentro humano. No se trata de nostalgia, sino de urgencia.

En un mundo donde todo tiende a disolverse, el gesto más radical tal vez sea construir comunidad.

Por Mauricio Jaime Goio.