Un vuelo sobre un mundo olvidado


La avioneta tembló con un rugido sordo apenas despegó de la pista calurosa del aeropuerto de Trinidad, Departamento de Beni, Bolivia. Afuera, el cielo parecía suspendido, sin prisa. Adentro, el zumbido del motor invadía los huesos, vibraba en la piel.

Fuente: https://ideastextuales.com



No era ese zumbido sutil de los aviones comerciales, donde uno se deja adormecer por el confort. Era un zumbido vivo, crudo, visceral, como el de una criatura mecánica que se abría paso con esfuerzo en la espesura del aire caliente. Desde el primer instante, el viaje se sentía como lo que realmente era: volar.

A través de la ventanilla, el mundo se desplegaba en su forma más pura. No había cordilleras ni ciudades, ni montañas para perder la vista, todo era plano. Un verde infinito, salpicado por lagunas, meandros, hilos de agua, espejos irregulares que reflejaban el cielo con arrogancia. La tierra parecía anegada, como si el agua hubiera decidido avanzar sin pedir permiso. Era un paisaje de otro planeta, o quizá de una Tierra anterior al hombre.

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Desde el cielo, el Beni se muestra como una vasta alfombra verde, una llanura que parece no terminar nunca. Esa inmensidad tiene cifras que sorprenden. Con más de 213.000 kilómetros cuadrados, este departamento boliviano supera en superficie a países enteros. Por ejemplo, es considerablemente más extenso que Uruguay, que cuenta con 176.215 km².

La diferencia se invierte, sin embargo, si comparamos la demografía. Uruguay, con más de 3,4 millones de habitantes, es más de siete veces que el Beni, que apenas supera los 470 mil. La densidad en el país rioplatense es de aproximadamente 19 personas por kilómetro cuadrado, mientras que en el Beni esa cifra no llega ni a tres. Esa desproporción no solo se traduce en números. Se percibe en el aire. Volar sobre el Beni es volar sobre un mundo donde la presencia humana es tenue, casi fantasmal, como si la tierra no hubiera sido completamente conquistada. Allí, el paisaje sigue siendo el gran protagonista.

Volábamos bajo, como si la avioneta quisiera acariciar el suelo con su sombra. A ratos se inclinaba ligeramente y se sentía el viento empujar el cuerpo hacia un costado. Esa cercanía a la tierra, esa danza temblorosa con las corrientes de aire, producía una mezcla de vértigo y asombro. Se tenía la sensación de estar flotando entre dos mundos. Demasiado alto para tocar el suelo, demasiado bajo para perder el detalle.

Mirando hacia abajo, uno veía la vegetación que aún no ha sido vencida por la civilización. No se percibían fronteras, ni cultivos, ni postes eléctricos. Solo agua, vegetación y la certeza de que allí, en medio de esa vastedad líquida y verde, la naturaleza seguía respirando a su propio ritmo, ignorante del tiempo humano.

Entonces comprendí que este vuelo no era solo una experiencia física. Era un viaje espiritual. Lo que estaba viendo desde arriba era la forma misma del alma beniana: líquida, resiliente, viva. En el Beni, el agua no es obstáculo, es forma de existencia. No se pelea contra ella, se aprende a vivir con ella.

Los Movima, uno de los pueblos originarios de la región, tienen una relación profunda con el agua. En su cosmovisión, los ríos no son simplemente accidentes geográficos, sino entidades vivas que enseñan, castigan y protegen. El Mamoré, el Yacuma, el Beni, son más que cursos de agua, son arterias que marcan los ritmos vitales.

El piloto, que irradiaba tranquilidad y seguridad, me hablaba, intentando imponer su voz al sonido del motor. Las oficiaba de guía, mientras manipulaba los controles y oteaba los instrumentos. Sus movimientos se coordinaban con los de la nave. Me parecieron casi un manifiesto poético, como si montáramos una gran ave mitológica que se enseñoreaba en este entorno fantástico.

Cuando por fin divisamos Santa Ana del Yacuma, nuestro destino, el pueblo parecía una mancha seca en medio del agua. El aterrizaje fue suave, con la naturalidad del ave que encuentra un lugar para descansar.

Bajamos en silencio, con el zumbido aún retumbando en el cuerpo. En la pista el calor volvía a abrazarnos, pero algo había cambiado. Como si el vuelo nos hubiera devuelto, al menos por un momento, la capacidad de asombro. Habíamos sobrevolado un mundo intacto. Habíamos tocado, por unos minutos, la pureza de un paisaje que aún se resiste a ser conquistado.

Por Mauricio Jaime Goio.