¿A quién sirven ahora? El éxodo de la burocracia masista en tiempos de derrota


 

Faltan 48 días para las elecciones generales del 17 de agosto de 2025, y en los pasillos silenciosos del centro de La Paz, donde antes se escuchaban ecos de discursos triunfalistas, hoy reina una pregunta incómoda: ¿a quién apostarán los funcionarios públicos del gobierno central cuando el MAS parece no llegar ni al 3 %?



Esa cifra es brutal. Las últimas encuestas lo dicen sin rodeos: el partido que gobernó Bolivia durante casi dos décadas ya no tiene ni siquiera los votos suficientes para mantener su personería jurídica. Su caída no es solo electoral; es simbólica. Representa el derrumbe de una forma de gobernar y de tejer poder a través de la administración pública.

Porque al final, Bolivia no se sostuvo sobre discursos ni ideologías puras. Se sostuvo sobre una vasta red de funcionarios públicos, muchos de ellos técnicos, otros simplemente operadores políticos con contrato. ¿Cuántos son? Más de 500.000 empleados en el gobierno central, (incluyendo educación, salud y fuerzas del orden) sin contar a los municipios ni a las gobernaciones. Todos cobrando del mismo erario, todos con algún grado de lealtad, o dependencia, del MAS. Y todos, ahora, preguntándose lo mismo: ¿qué viene después?

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Durante estos veinte años, supieron mantenerse. Algunos escalando en la carrera administrativa, otros renovando contratos año tras año, y no pocos haciendo méritos en actos, marchas y vigilias. El aparato público fue refugio, trinchera y botín. Pero hoy el barco parece irse a pique y, como en todo naufragio, nadie quiere quedar atrapado en la bodega.

Los más hábiles ya se están moviendo. En voz baja, claro. «No se trata de traicionar, es cuestión de sobrevivir», dicen. Porque no es lo mismo estar cesado en agosto que seguir cobrando en septiembre. No es lo mismo quedarse sin salario en una Bolivia con inflación creciente y crecimiento estancado.

Algunos ya le coquetean al candidato mejor posicionado, que hoy es Samuel Doria Medina, seguido muy de cerca por Jorge Quiroga. Otros prefieren mirar al «bloque popular» de Andrónico Rodríguez, que al menos les ofrece una narrativa de continuidad, aunque sin el poder de la billetera estatal. Y luego están los disciplinados: los que todavía asisten a cada acto, se sacan fotos en redes, repiten el guion oficial… mientras por debajo de la mesa comienzan a tender puentes con el que pueda ganar. ¿Hipocresía? No necesariamente. En el juego del poder, ser leal al derrotado es la vía más rápida a la cesantía.

No todos son operadores. Hay quienes realmente creen en el servicio público. Planificadores, informáticos, técnicos, personal de salud, educadores. Ellos tampoco saben qué pasará. El temor a una purga total, a una «cacería de brujas» en nombre de la transparencia, flota en el aire. Por eso miran con atención los discursos de los candidatos: el que prometa continuidad ordenada, auditorías selectivas y estabilidad institucional tendrá más que votos. Tendrá un aparato completo dispuesto a servirle.

En el MAS lo saben. Saben que su tiempo se acaba, pero todavía tienen los sellos, los contratos, las movilizaciones. Hasta el 7 de noviembre, seguirán exigiendo asistencia, lealtad, disciplina. Después… el viento puede cambiar. Y cambiará.

Al fin y al cabo, esta no es una historia de traición. Es una historia de realismo. Los funcionarios públicos no están hechos de mármol ni de bronce. Están hechos de carne, miedo, esperanza y cuentas por pagar. Y si algo han aprendido en estas dos décadas, es que la vida sigue, pero el sueldo no siempre.

Por eso, hoy, a 48 días de las urnas, el gran movimiento no está en las calles, sino en los escritorios. No se trata de quién grita más fuerte, sino de quien negocia más silenciosamente. Porque en esta elección, más que nunca, el silencio de la burocracia será el ruido más ensordecedor.

“No es pecado buscarse la vida. Lo malo es manipular el voto”. Y ellos lo saben mejor que nadie.