Hace ocho meses, en ocasión de comentar la baja de Hasán Nasraláh, jefe máximo del movimiento islamista Hezbolá, junto a su jefe de seguridad y más de cinco altos funcionarios de esa organización terrorista, durante un bombardeo israelí a su refugio en el Líbano, comparamos ese atentado con una obra de teatro, cuyo libreto parecía extraído de una de las narrativas apocalípticas más conocidas y terroríficas de la cristiandad, como es el “Libro de las Revelaciones sobre el fin de los tiempos” que Jesucristo inspiró a su apóstol Juan, cuando este se hallaba desterrado en la Isla de Patmos.
Al margen de las implicaciones regionales que generó ese acontecimiento, fuera de una nueva época de inestabilidad y violencia en Oriente Medio, ha comenzado a causar la fragmentación del país en enclaves étnicos, en grave detrimento de la comunidad cristiana de esa tierra, cuna del cristianismo y cuya congregación constituye un valioso puente en las relaciones entre Oriente y Occidente.
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Recordamos el viaje del Papa Juan Pablo II al Líbano, en 1997, cuando pronunció esa histórica frase: “El Líbano, más que un país, es un mensaje”. Los cristianos partían de la región desde hacía muchos años a causa de la guerra (1975-1990) y el conflicto israelí-palestino. Numerosos jóvenes cristianos buscaron su porvenir en Europa o en América del Norte, lejos de las armas. Quince años más tarde, su sucesor, Benedicto XVI, volvió a visitar esa tierra, pero en un contexto político y religioso muy diferente, en momentos en que la guerra civil en Siria se intensificaba y, en medio del ascenso del islamismo, tuvo que exhortar a los 15 millones de cristianos de la región a coexistir en paz con los musulmanes.
A modo de información, es preciso señalar que el choque de versiones religiosas en el Islam, entre sunitas y chiitas, arranca desde la muerte de Mahoma en el año 632. Desde entonces, religión y poder político se han entrecruzado, dividiéndolos irreconciliablemente. Hoy, alrededor del 90% del mundo musulmán es sunita, y cerca del 10% es chiita. En Irán, el 95% es chiita y en tanto que en Siria, a pesar de que la religión que prevalece es el islam, sólo el 10% que gobernó ese país es chiita, con una minoría alauita (grupo al que pertenece la familia del expresidente Bashar al-Ásad, actualmente exiliado en Rusia).
A la luz de dichos acontecimientos y habiéndose producido la invasión israelí a Irán, las condiciones están dadas para otro ciclo de inestabilidad y violencia; ya no sólo en el Oriente Medio, sino con extensión planetaria, especialmente entre aquellos buenos cristianos que nada tienen que ver con el enfrentamiento, contra los que guardan estrechas relaciones con ese gobierno musulmán.
En Bolivia, en nuestro característico proceder de salir de lo común, para entrar en lo ridículo, nuestro gobierno rompió relaciones con el Estado de Israel, dizque, como repudio y condena, “a la agresiva y desproporcionada ofensiva militar israelí, que se lleva a cabo en la Banda de Gaza”. Salvo el apodo de banda, que subconscientemente nuestra cancillería le dio a la Franja de Gaza, no registramos una razón valedera y suficiente para no renunciar a la bestia y alinearnos con los buenos, ahora que estamos al borde del Armagedón.