Bolivia rumbo al default: el legado envenenado de Luis Arce y la trampa del próximo gobierno


 

La economía boliviana no está en crisis. Está siendo llevada deliberadamente a un abismo. Y el plan parece ser tan claro como brutal: llegar a las elecciones de 2025 sin declarar el default formal, pero dejarle al próximo gobierno una estructura económica colapsada, sin reservas, sin crédito y con una bomba fiscal a punto de estallar.



Durante más de tres años, el presidente Luis Arce ha mantenido viva la ilusión de que Bolivia puede sostener su modelo económico basado en el alto gasto público, subsidios amplios y tipo de cambio fijo, sin ingresos genuinos que lo respalden. Pero en realidad, lo que ha ocurrido es un proceso sistemático de descapitalización del Estado boliviano. Se han agotado las reservas internacionales. Se ha exprimido al Banco Central. Se ha convertido la deuda pública en el motor de la economía. Y ahora, cuando los márgenes de maniobra se han reducido al mínimo, el gobierno se lava las manos: culpa a la oposición, al “bloqueo legislativo”, a factores externos.

Pero la responsabilidad no es compartida: es directa. Luis Arce, exministro de Economía durante el auge del gas y actual presidente, es el arquitecto de un modelo que hoy se sostiene con respirador artificial. No estamos ante un accidente o una crisis imprevista. Estamos ante el resultado de una gestión económica que optó por la ficción

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El núcleo del problema económico de Bolivia es que el país consume mucho más de lo que produce. La producción de gas —que fue la principal fuente de divisas— se ha reducido a la mitad en una década. El sector hidrocarburífero, abandonado por falta de inversión y decisiones políticas erráticas, ya no puede sostener ni el mercado interno ni las exportaciones. Sin embargo, el gobierno sigue gastando como si los tiempos del superávit fiscal y los $15.000 millones en reservas aún existieran.

El caso de los subsidios a los combustibles es emblemático. Bolivia importa más del 90% del diésel que consume, a precios internacionales que triplican el precio interno. Entre 2021 y 2024, se gastaron más de $10.000 millones en subvencionar carburantes, una cifra equivalente a la totalidad de las reservas internacionales actuales. A pesar de ello, se insiste en mantener congelados los precios internos. Es decir, el Estado subvenciona un producto que ni siquiera produce, y lo hace sin financiamiento sostenible.

La otra pata del modelo es la deuda pública. La deuda interna se ha multiplicado por más de 10 desde 2017. Se han emitido bonos, letras y créditos del Tesoro que ahora representan más del 75% de la base monetaria del país. El Banco Central ya no es un regulador monetario: es un prestamista de último recurso del Tesoro General. Se imprime dinero encubiertamente para financiar al gobierno, deteriorando la moneda y la confianza. En paralelo, la deuda externa llega ya a más de $13.300 millones, y el Estado no puede acceder a nuevos créditos sin aprobación legislativa, lo que ha paralizado varios desembolsos clave.

Default en cámara lenta: el plan no declarado

Aquí radica la perversidad política del plan: el gobierno sabe que no puede pagar todo lo que debe ni sostener el gasto actual sin reestructurar, pero se niega a asumir el costo político de hacerlo. Por eso, se limita a cumplir con los pagos mínimos mientras vacía las cuentas públicas. Lo que estamos viendo no es un default abrupto, sino un default administrado, no declarado.

La estrategia es mantenerse en pie, aunque sea cojeando, hasta las elecciones de 2025. El presidente Arce ha dejado claro que necesita $1.800 millones en nuevos créditos para evitar una cesación de pagos. Pero la Asamblea no los aprueba, y la confianza internacional está por los suelos. Las calificadoras han degradado la deuda boliviana a niveles de «default altamente probable». Las reservas líquidas reales no superan los $200 millones. La inflación, contenida artificialmente por años, ya supera el 18% y amenaza con dispararse si se produce una devaluación o se eliminan los subsidios.

En este escenario, el gobierno de Arce apuesta a una sola carta: pasar la tormenta sin hundirse, dejar el poder en 2025 y culpar al que venga después cuando todo estalle. Es un juego de tiempo, no de solvencia. Un gobierno que en lugar de actuar para evitar el default, simplemente lo patea hacia adelante, cruzando los dedos para que le explote a otro.

El próximo gobierno: heredero de un país quebrado

El gobierno que asuma en 2025 recibirá un Estado fiscalmente en ruinas, sin reservas, con inflación al alza y con una sociedad crispada. El margen de acción será mínimo. Si mantiene el tipo de cambio fijo, seguirá perdiendo reservas y acelerando el mercado negro del dólar. Si lo libera, el boliviano podría devaluarse entre 40 y 60%, disparando los precios. Si intenta pagar la deuda, tendrá que hacer recortes drásticos. Si no paga, caerá en default formal.

Este nuevo gobierno será juez de una crisis que no causó, pero sí deberá administrar. Estará forzado a negociar con organismos internacionales bajo condiciones duras, con una credibilidad dañada, con inversores que exigirán garantías imposibles, y con una población que no entenderá por qué, de un día a otro, desaparecen los subsidios, los empleos públicos y los programas sociales.

La trampa está servida: el que venga después será el villano de una historia escrita por el actual gobierno. Cualquier medida de ajuste será explotada políticamente por quienes hoy están en el poder y se presentan como víctimas de “la guerra económica” o de “la derecha neoliberal”. El MAS ya prepara ese relato.

El país ya no necesita advertencias. Está viviendo el colapso en tiempo real. El gobierno de Arce ha optado por la inacción estratégica, el desgaste del sistema y el negacionismo fiscal. Se presenta como víctima de bloqueos, pero nunca quiso corregir el rumbo. Eligió el cortoplacismo y la demagogia antes que la responsabilidad.

El default, como lo fue en los años 80 o como lo vivió Argentina en 2001, no es solo un evento financiero. Es un punto de quiebre del contrato social. Trae pobreza, inflación, desempleo, migración, inestabilidad política. Si Bolivia llega a ese punto, será porque su clase dirigente falló donde más importaba: en decir la verdad, tomar decisiones difíciles y gobernar para el largo plazo.

El próximo gobierno tendrá dos opciones: decir la verdad y asumir el costo político del ajuste, o repetir el mismo ciclo de negación hasta que el país toque fondo de forma irreversible.

Y ese, sin duda, será el legado real del gobierno de Luis Arce: haber puesto a Bolivia frente al abismo, para luego alejarse sin mirar atrás.