Bolivia, una sociedad herida que exige sanar: El reto del próximo gobierno


 

En Bolivia ya no basta con ganar elecciones: quien asuma la presidencia en 2025 enfrentará un desafío aún mayor que el poder político en sí. Le tocará gobernar un país emocionalmente desgarrado, socialmente dividido y políticamente agotado. La sociedad boliviana está herida, y no de forma superficial, sino con cicatrices abiertas que duelen cada vez que la historia se repite. La crisis de 2019, los acontecimientos de Senkata y Sacaba, los bloqueos en plena pandemia, los enfrentamientos regionales, los encarcelamientos políticos, las persecuciones cruzadas, los saqueos de Challapata y Llallagua de estos días, las humillaciones por pensar distinto: todo eso no ha sido procesado, ni asumido con verdad, justicia ni perdón.



A lo largo de estos años, Bolivia ha vivido un proceso de autodesgaste colectivo, donde cada sector parece dispuesto a destruir al otro en nombre de la justicia, pero sin memoria compartida ni voluntad de reconciliación. En este clima tóxico, se ha perdido el valor del diálogo, el sentido de comunidad, y se ha normalizado la violencia simbólica y material como forma de ejercer la política.

Peor aún: se ha gobernado muchas veces desde el miedo, no desde el consenso. Gobiernos que apelan al miedo para mantenerse, oposiciones que lo usan para justificar rupturas, líderes que movilizan pasiones extremas sembrando desconfianza. Se ha convertido en una constante tomar decisiones “a la fuerza”: con bloqueos, con represión, con paros, con procesos judiciales direccionados, con incendios de instituciones o detenciones preventivas que castigan sin juicio. El poder se ha ejercido muchas veces como un castigo al adversario, y no como un servicio al país. Esa forma de gobernar desde el miedo y la revancha no sana; al contrario, profundiza las heridas, nos vuelve rehenes del pasado.

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No hay reconciliación posible mientras se siga gobernando bajo la lógica del “ellos o nosotros”. La fragmentación no solo es política: es regional, étnica, generacional, incluso familiar. Hoy muchos bolivianos evitan hablar de política en la mesa para no romper lazos. La polarización se ha metido en los afectos, y eso es lo más peligroso: cuando desconfiamos del vecino por su voto, del colega por su bandera, de la justicia por su sumisión, de la democracia por su fragilidad. Bolivia, en su pluralidad, ya no está dialogando entre sus partes. Y un país que no dialoga, se disuelve en desconfianza.

Y, sin embargo, no todo está perdido. Si algo ha demostrado el pueblo boliviano es que, por más veces que lo golpeen, se vuelve a levantar. Hay un gen de resiliencia en nuestra historia. Lo vimos en la lucha por la democracia en los 80, en la defensa del agua y del gas en los 2000, en la resistencia ante gobiernos autoritarios, en la solidaridad en la pandemia. Por más oscuro que sea el momento, los bolivianos han sabido encontrar un camino. Y eso es clave: creer que se puede mejorar, no desde la confrontación sino desde la voluntad de vivir mejor, juntos.

Pero esa esperanza no se construye sola. El próximo gobernante no puede limitarse a administrar un Estado, debe atreverse a sanar una sociedad. Eso implica algo más difícil que dictar leyes: pedir perdón, dar ejemplo, convocar sin excluir, garantizar justicia para todos y no solo para los suyos. Debe hablar un lenguaje nuevo: no el de la revancha, sino el de la reconstrucción. Necesitamos un liderazgo que no juegue con las heridas ni las niegue, sino que las reconozca y proponga una forma de cicatrizarlas juntos. Que no tenga miedo de decir: “Sí, hemos fallado. Pero podemos hacerlo mejor.”

Sanar Bolivia no será una tarea de corto plazo, ni de un solo hombre o mujer. Pero el próximo presidente puede elegir: o ser recordado como otro capítulo de la confrontación, o como el punto de inflexión que permitió tejer nuevamente una nación que hoy se siente fragmentada. Para eso deberá tener el coraje de renunciar al odio como forma de hacer política, y apostar por la paz social como legado. No será fácil, pero la historia premia a quienes entienden que gobernar no es vencer al otro, sino reconciliar a los que hoy ya no se hablan.

Las heridas están ahí. Negarlas no las borra. Reabrirlas, solo las infecta. Pero si algo ha quedado claro en estos años es que Bolivia puede sangrar, pero no se rinde. Y mientras quede aliento de dignidad en sus pueblos, todavía hay futuro. Depende de nosotros –y del que venga– elegir si ese futuro será una repetición del pasado o un nuevo comienzo.