Cuando las alas suplen los caminos


(Crónica de los pilotos del Beni)mauricio jai

En las inmensidades verdes del Beni boliviano, donde los caminos se disuelven con la lluvia y el olvido pesa más que el asfalto, un puñado de pilotos sostiene, desde el aire, el frágil tejido de la conexión humana. Sus vuelos, silenciosos, heroicos, esenciales, rinden homenaje a quienes hacen de cada despegue un acto de resistencia y de cada aterrizaje, una promesa cumplida.



Fuente: Ideas Textuales

En el calor aplastante del mediodía, un Cessna 206 comenzó a moverse con parsimonia por la pista del aeropuerto Teniente Jorge Henrich Arauz de Trinidad, como si tanteara el terreno antes de lanzarse al vacío del cielo. Al llegar al cabezal de la pista, el piloto detuvo el aparato, posó ambas manos sobre el panel de instrumentos y bajó la cabeza en un gesto íntimo, casi invisible, para murmurar una oración. Fue un instante conmovedor, suspendido, como si el aire mismo contuviera la respiración. Luego, con un movimiento decidido, tiro del acelerador a fondo. Casi 300 HP impulsaron a la aeronave de un salto, respondiendo con un rugido creciente que hizo temblar la estructura metálica y apretó los estómagos de los pasajeros. Y entonces, sin previo aviso, el mundo de tierra firme quedó atrás. El Cessna se elevó, dejando la pista como un recuerdo borroso, abriendo una generosa visión de a la selva.

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Desde el aire, el paisaje era un mosaico que parecía pintado con manos mojadas. Manchas verdes, charcos azules, senderos que se disolvían como tinta sobre papel húmedo. El piloto se sabía de memoria cada curva del río, cada rancho oculto entre la vegetación. Se trataba de unos de esos paisajes que solo se habitan desde el aire.

Realmente hay profesiones que no se eligen, sino que se heredan del paisaje. Los pilotos benianos son los últimos jinetes de una caballería aérea sin monumentos. No tienen biografías publicadas ni nombres en aeropuertos. Pero sostienen una rutina cargada de sentido: conectar lo desconectado.

El ser humano, como la gran mayoría de los seres vivos sobre la tierra, no está capacitado para volar por sus propios medios. Pero si para observar y soñar. Desde los albores de la civilización que observamos a las aves e intentamos replicar su danza aérea. Ya sea por el puro encanto de volar o por superar los obstáculos geográficos.

Desde el mito de Ícaro, que desafiando a los dioses se elevó con alas de cera para luego caer por su osadía, hasta los bocetos de Leonardo da Vinci que imaginaban máquinas voladoras siglos antes de su tiempo, el afán del hombre por conquistar el cielo ha sido una constante en la historia.

Los chinos antiguos ya lanzaban cometas con hombres a bordo, mientras en el siglo XVIII los hermanos Montgolfier hicieron flotar el primer globo aerostático sobre París. Más adelante, el sueño se materializó en los vuelos de los hermanos Wright y en la épica de los aviadores solitarios como Charles Lindbergh o Antoine de Saint-Exupéry, quienes desafiaron tormentas y soledades en cielos abiertos. Esta aspiración no solo es técnica, sino profundamente simbólica. Volar ha sido, desde siempre, una metáfora de libertad, de huida, de trascendencia.

Pero en el Beni volar es urgencia. Se conecta con las necesidades de sus habitantes, desperdigados en comunidades aisladas. Son 213.000 kilómetros cuadrados. Se trata del segundo departamento más grande de Bolivia. Su paisaje –a ratos selvático, a ratos inundado, siempre majestuoso– parece suspendido en otro tiempo. Pero esa belleza geográfica trae consigo una paradoja. Su propia vastedad y riqueza natural lo mantienen desconectado del resto del país. En tiempos donde la conectividad define el desarrollo, el Beni continúa su largo peregrinar por un derecho básico: el acceso.

En los últimos años, el gobierno nacional ha hecho importantes esfuerzos por mejorar la infraestructura vial beniana. De acuerdo con datos oficiales, se han construido más de 700 kilómetros de carreteras pavimentadas, con una inversión que supera los 6.700 millones de bolivianos (ABI). Proyectos como la carretera Yucumo – San Borja, o el eje Rurrenabaque – Riberalta, son hitos que intentan romper el aislamiento. Pero como en toda historia que involucra territorio, clima y olvido, la realidad se abre paso con crudeza.

Porque no se trata solo de hacer una carretera. En el Beni, cada vía es un campo de batalla contra las lluvias torrenciales, los ríos desbordados y la erosión constante. En enero de 2025, se alertó sobre una fisura crítica en la plataforma vial que atraviesa el río Maniqui, en el municipio de San Borja (Beni Noticias). La carretera, recién habilitada, quedó al borde de la inutilidad. Ese mismo patrón se repite en otros tramos.

Por eso, en el Beni, cuando un avión se escucha a lo lejos, no se trata de ruido: es un latido. Un zumbido metálico que parte el cielo caliente y anuncia que, contra toda adversidad, alguien allá arriba decidió no rendirse. En esta geografía donde los caminos desaparecen bajo la lluvia y los ríos imponen su soberanía líquida, volar no es una metáfora ni una aventura romántica: es una necesidad vital. Como hace un siglo, cuando Antoine de Saint-Exupéry y los pilotos de la Aeropostale cruzaban los Andes y el Sahara para llevar cartas y esperanza, los aviadores del Beni surcan hoy una selva inundada con el mismo gesto heroico y silencioso.

En los años veinte del siglo pasado, Antoine de Saint-Exupéry volaba sobre los desiertos del norte de África llevando cartas entre Toulouse y Dakar. Lo acompañaban Mermoz, Guillaumet, Latécoère. Eran tiempos en que cada aterrizaje era una apuesta. “He hecho todos los cálculos y demuestran que es imposible. Solo queda una cosa por hacer: hacerlo”, dijo Latécoère.

En este rincón de Bolivia también se vuela contra el sentido común. Las pistas son de tierra, las avionetas no tienen radares ni repuestos abundantes, y los vuelos muchas veces son costeados por voluntad comunitaria o por acuerdos con municipios empobrecidos. Pero se vuela. Contra la lluvia. Contra el olvido. Contra la lógica de un país que aún no ha logrado tender puentes sobre su propio territorio.

Como los pilotos de la Aeropostale, los del Beni no vuelan para sí. Vuelan para otros. Son mensajeros en el sentido más profundo del término. No solo trasladan cuerpos y paquetes: trasladan presencia. Cuando una avioneta llega a una comunidad aislada, no trae solamente provisiones. Trae la certeza de que existen, de que cuentan, de que no han sido olvidados.

Volar no tiene ritual de celebridad. No hay controladores de torre ni luces de pista. A veces, el aterrizaje es una cancha de fútbol, una franja entre vacas, un claro en la selva. Y si bien existen historias de narcotráfico y vuelos clandestinos, la gran mayoría de los pilotos están más cerca del héroe que del bandido. Saben que un error no cuesta una reprimenda: cuesta vidas.

Por eso cada vuelo es una coreografía precisa. Cada despegue es una despedida. Cada aterrizaje, un reencuentro. Y aunque los pilotos benianos no escriben libros como El Principito, sus relatos, contados entre termos de café y hélices que aún giran calientes, tienen la misma sabiduría poética: hablan de responsabilidad, de soledad, de belleza.

Quizás lo que une a Saint-Exupéry con estos pilotos no sea solo el cielo. Es la conciencia de frontera. Volar sobre la nada. Sentir el peso del deber. Aceptar el riesgo no como heroísmo, sino como parte de la tarea. Ser, en suma, un puente. Un puente sin pilares.

Hoy, cuando el desarrollo parece medirse por número de autopistas o trenes bala, el Beni recuerda otra forma de progreso. La del motor que ronca en la mañana y que lleva consigo el pulso de la vida. Y recuerda, también, que hay épicas que no llenan estadios, pero si sostienen países. Tal vez algún día Bolivia mire al cielo como Francia miró a sus pioneros del aire: con respeto, con gratitud, con orgullo.

Hasta entonces, cada vez que una avioneta despega desde la pista de Trinidad, un pedazo invisible del país se levanta con ella. Y mientras haya pilotos dispuestos a volar, el Beni no será solo un punto remoto en el mapa. Será, como en los días de la Aeropostale, una región habitada por héroes cotidianos. Por navegantes del aire. Por hermanos del cielo.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales