Por mucho tiempo en Bolivia, el concepto de “nacional-popular” fue algo así como un emblema de dignidad política. Una idea potente: que los obreros, trabajadores, indígenas y sectores populares, tradicionalmente marginados, podían al fin organizarse, tomar la palabra y construir un país desde abajo. René Zavaleta, uno de nuestros pensadores más brillantes, lo vio como el momento en que los subalternos se convirtieron en protagonistas del Estado. Hasta ahí, todo bien. El problema empezó cuando ese sueño se volvió una oficina estatal y burocrática.
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Porque si bien la Revolución del 52 abrió las puertas del Estado a los sectores populares, no lo hizo para transformar todo de raíz. Lo que vino fue otra cosa: un sistema donde los sindicatos, las comunidades y las organizaciones sociales se conectaban al Estado no para cambiarlo, sino para vivir de él. Un modelo donde el conflicto político fue reemplazado por la gestión de favores. Con la llegada del movimiento al socialismo (MÁS) al poder El Estado se aprimoro como distribuidor de prebendas.
Lo nacional-popular dejó de ser una visión de país y se volvió una lógica rentista: “Te doy si me apoyas”. O el clásico: “hoy por ti, mañana por mí”. Así, las organizaciones sociales se llenaron de dirigentes que, más que representar a sus bases, negociaban con el gobierno de turno: puestos de trabajo, tractores, decretos, presupuestos, políticas públicas a medida de intereses, algún viajecito. Y a cambio, claro, silencio. O marchas con wiphalas bien planificadas.
De a poco, se instaló una especie de economía política del favor, donde el Estado era visto como una gran caja, más que como un espacio para debatir el rumbo colectivo. El resultado fue un clientelismo institucionalizado, que redujo la política a una conversación de cuotas: ¿cuánto me toca?. Por su puesto, esto fue favorecido por la bonanza económica.
Y si algún gobierno encarnó esta transformación con singular eficacia, fue el de Evo Morales. Inspirado por intelectuales de izquierda y armado con el discurso del pueblo en el poder, su gestión intentó aplicar la idea de lo nacional-popular, pero logró algo inesperado: pasó del nacional-popular al nacional-prebendario con una eficiencia asombrosa. La articulación de movimientos sociales, lejos de consolidar un bloque histórico transformador, se convirtió en una maquinaria de lealtades compradas, donde la consigna principal era sostener el poder… como sea. Ejemplo patético de esto es la central obrera boliviana COB que se convirtió en un apéndice del Estado. O por el lado de la prebenda y el uso de la máquina estatal para favores particulares tenemos el caso de los cooperativistas mineros o los cocaleros. También se manipulo los instrumentos de la política económica.
Tomemos, por ejemplo, el congelamiento del tipo de cambio nominal, presentado como política macroeconómica patriótica, pero que en realidad funcionó como un subsidio encubierto al gremio de importadores legales, ilegales y ambiguos. El resultado: un boom importador que armó un sólido movimiento gremial… y dejó al Banco Central con reservas tan flacas como promesa electoral en campaña.
Pero no fue el único regalo: los cooperativistas mineros tuvieron alfombra roja, beneficios impositivos, concesiones generosas y, por supuesto, diesel subsidiado un. Los cocaleros, por su parte, alcanzaron el nirvana político: control territorial, cero impuestos y cargos estatales en abundancia. En resumen: una estructura de poder con aroma a coca y lógica de Estado paralelo.
Por si fuera poco, dentro de las empresas estatales, especialmente en YPFB, las dirigencias sindicales convirtieron el trabajo público en un emprendimiento privado, donde se puede ser revolucionario y millonario sin contradicción aparente. Un sindicalista puede pelear por el pueblo en la mañana y pelear por su incremento salarial en la tarde. Dialéctica pura.
Hoy ese bloque histórico se hace pedazos. Lo que queda son movimientos fosilizados, dirigencias eternas y una competencia feroz por acceder a las migajas del Estado. Además, con una economía quebrada disputan las migajas.
Lo más grave es que ese modelo no solo empobreció el Estado: empobreció también la imaginación política de los movimientos sociales. Aquellas grandes ideas de justicia, igualdad o transformación se fueron reemplazando por pedidos sectoriales, a veces muy válidos, pero cada vez más alejados de un proyecto común.
En lugar de formar un bloque social con visión de país, lo que quedó fue un rompecabezas de intereses gremiales y corporativos, donde cada quien lucha por su pedazo sin mirar al costado. Como en un mercado persa: todos negocian, todos reclaman, todos se sienten víctimas.
Y lo que es peor, en algunos casos el movimiento social se parece más a una estructura mafiosa que a un espacio de lucha: hay castigos internos, chantajes, operadores que controlan el territorio, y dirigentes que se eternizan en cargos como si fueran suyas las organizaciones. Este sería el caso de los sindicatos de cocaleros en el Chapare o el sindicato de YPFB.
En esta deriva, la ideología desaparece. El discurso se vuelve puro trámite. Ya no importa si el gobierno es de izquierda, derecha o centro: mientras reparta, todo bien. La política se convierte en logística. Y el pueblo, en proveedor de votos y movilizaciones, a cambio de beneficios.
Lo que alguna vez fue la gran categoría de los soñadores de izquierda, lo nacional-popular, ha mutado en el nacional-burocrático: una piñata de intereses fragmentada y administrada por sindicatos con sellos húmedos, movimientos sociales con Wi-Fi estatal y bases solitarias que solo aparecen cuando hay desayuno. Como en el pasado, esta categoría que tanto hace suspirar al progresismo de café y a los nostálgicos del Foro de São Paulo, se presenta ahora despedazada y lista para el reciclaje político.
Hoy, al menos cuatro cabezas compiten por la herencia del nacional-popular, como si fuera un testamento sin notario: 1. El candidato del estalinismo estatal, armado con memorándums, refrigerios y una flota de buses para movilizar la conciencia de clase, intentará alinear a los movimientos sociales con una oferta irresistible: prebendas a cambio de votos… y si se portan bien, una polera con su cara. 2. El nuevo rostro de la hidra populista, rejuvenecido en TikTok, intentará lavarse las manchas del pasado: la debacle económica y los escándalos de alcoba del jefazo. Pedirá a los burócratas con corazón cocalero que abandonen sus cargos con aire acondicionado y se sumen al proyecto del “renacer”. Habrá que ver si basta con ideología o si tocará pasar la gorra. 3. Desde la ciudad más aymara del país, la hija de la intersección, combinará género, etnicidad y algo de Spotify en su intento por actualizar el nacional-popular. Su desafío: convertir una categoría gramsciana en una aplicación electoral funcional. 4. Y por último, el que no puede ser e insiste ser contra viento y marea. Terco de odio e fanatismo ideológico. En su cabeza retumba una frase: “si no hay victoria, que haya purga”.
Así, el nacional-popular llega al siglo XXI con cuatro cabezas, ninguna ideología clara y muchas facturas por cobrar. Esto, diría un ingenuo, debería ser la gran oportunidad de la oposición. Pero no. Ellos también viven en su zona de confort, esperando que el poder caiga como fruta madura, sin darse cuenta de que el árbol ya está seco y el suelo lleno de dirigentes que solo saben mirar encuestas y billeteras.