Hay decisiones en política que, por su miopía o terquedad, definen la forma en la que alguien será recordado. Luis Arce, un hombre que ascendió al poder montado sobre el capital simbólico de Evo Morales, tuvo muchas oportunidades de demostrar que podía gobernar con un criterio más allá del ego y la incapacidad. Sin embargo, eligió la obstinación y le puso nombre y apellido. Eduardo del Castillo.
No será el primer gobernante que se empecina en defender a un colaborador cuestionado. Pero lo que distingue este caso es la desproporción entre la figura defendida y el costo de su defensa. Eduardo del Castillo no era un ministro carismático, ni eficaz, ni conocido, ni respetado más allá del poder que ostentaba. Su gestión en el Ministerio de Gobierno fue errática y contraproducente para la estabilidad institucional del país. Aun así, Arce decidió preservarlo, incluso después de ser censurado por la Asamblea Legislativa; un acto que fue una falta de respeto a las reglas del juego democrático y una provocación innecesaria a quienes lo habían llevado al poder.
La aparición, presencia y permanencia de Del Castillo es el origen de la ruptura, la manzana de la discordia. Evo Morales, tan afecto a los gestos adulones y al culto personalista, no toleró el desplante de la terquedad de Arce, y lo que podría haberse resuelto con una renuncia silenciosa, terminó siendo el punto de quiebre o la excusa que fracturó al MAS desde adentro. Lo que vino después fue una guerra fratricida, una batalla de egos revestida de caprichos, discursos enfocados a los ataques subidos de tono y sus posteriores consecuencias, cuyo único resultado palpable fue el debilitamiento del partido y la desorientación de su electorado. En palabras simples, Eduardo partió por el eje al partido azul y parece que nadie se dio cuenta, ni siquiera él.
Resulta difícil comprender qué vio el presidente en Del Castillo para defenderlo con tanta vehemencia. ¿Lealtad? ¿Sumisión? ¿Simple empecinamiento? Podríamos especular y montar unas cuantas teorías sobre los motivos, pero lo cierto es que la política rara vez perdona estos caprichos. Lo que pudo haber sido una corrección a tiempo terminó transformándose en el error más costoso de este gobierno. Una torpeza que, no sólo le granjeó la enemistad de Evo, sino que lo dejó expuesto, solo y sin dirección ante una realidad política y económica cada vez más complicada.
Hoy, cuando vemos a Del Castillo postulado como candidato presidencial del MAS, uno no puede evitar pensar en una ironía histórica. Porque el hombre cuya presencia fue el catalizador de la ruptura interna, aparece ahora como la apuesta de un instrumento político que ha perdido su norte, que ha cambiado las abarcas por las barbas de conquistador, y que, en un acto desesperado opta por el error como fórmula de supervivencia.
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Para bien de Bolivia, el MAS fue destruido desde adentro. Nada tuvo que ver la oposición y menos los activistas. A veces las soluciones vienen de donde menos esperamos, y esta vino de la mano de un agente del caos, amparado por la obstinación del titular del poder. No sabemos si Eduardo es un héroe, un villano o un “sin querer queriendo”, creo que depende el ángulo del que se lo mire.
Marcelo Ugalde Castrillo
Político y empresario
Por: eju.tv