Mientras las mujeres reescriben con fuerza los códigos de lo social, lo laboral y lo afectivo, los hombres jóvenes parecen haber perdido su lugar en el entramado simbólico de la cultura. No se trata solo de una crisis económica o emocional, sino de la desaparición de un mito que les daba sentido. Este artículo propone una lectura antropológica —inspirada en Claude Lévi-Strauss— de una masculinidad que se ha quedado sin relato.
Fuente: https://ideastextuales.com
El antropólogo Claude Lévi-Strauss decía que las sociedades no perecen por hambre o enfermedad, sino cuando pierden la capacidad de contarse a sí mismas. Esa sentencia, escrita en tiempos donde la antropología aún caminaba entre selvas y mitologías, parece hablarle directamente a la sociedad urbana del siglo XXI. En ella, una figura que solía ser central en la narrativa social, el hombre, se ha tornado difusa, inestable, casi prescindible. No hablamos del individuo biológico ni del ciudadano legal, sino del lugar simbólico que ocupaba la figura masculina en el orden estructural de nuestra cultura.
En un reportaje reciente, el académico Scott Galloway (California, 1964) lanza una afirmación brutal: “La nueva generación de hombres es inviable económica y emocionalmente”. El dato no es menor. En sociedades que aún arrastran la expectativa de que el hombre sea el proveedor, el protector y el procreador, el colapso de esa función no solo es una crisis personal: es un cortocircuito del sistema cultural. Es ahí donde la antropología tiene algo que decir, más allá de las cifras de desempleo o los diagnósticos psiquiátricos.
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La masculinidad, como todo orden simbólico, necesita una narrativa. Una estructura. Un mito. No hablamos aquí de relatos antiguos ni de epopeyas viriles. Hablamos del tejido invisible que define qué significa “ser alguien”, “valer algo”, “merecer amor o pertenencia”. Cuando ese tejido se deshilacha, el individuo se convierte en un náufrago en tierra firme: está, pero no sabe por qué ni para qué.
Lo que ocurre con los hombres jóvenes hoy no es simple desadaptación. Es exilio simbólico. No se les ha desterrado con violencia, sino con obsolescencia. No están donde antes estaban. Ni como motores económicos, ni como referentes afectivos, ni como figuras de autoridad. Y ese vacío, que es menos ideológico que estructural, ha dejado un grupo sin guión, sin rito, sin pertenencia. Se convierten así en lo que Lévi-Strauss llamaría un residuo mítico, una figura liminal que ya no encaja en la cosmovisión de su tiempo.
Mientras tanto, las mujeres —antes situadas como objeto de intercambio en la estructura patriarcal— han pasado a ser las nuevas autoras del relato. Protagonistas económicas, afectivas y culturales, reescriben las reglas del vínculo. El problema no es que se empoderen, sino que la otra parte del sistema no se ha reconfigurado para adaptarse. No hay todavía un modelo viable de masculinidad que funcione dentro del nuevo pacto simbólico. Y sin modelo, los vínculos se rompen o se vuelven imposibles. No es que no haya amor: es que falta estructura para sostenerlo.
Nos encontramos ante un fenómeno fascinante y peligroso. Fascinante, porque se trata de una mutación cultural en tiempo real, donde el viejo mito se disuelve y uno nuevo aún no emerge. Peligroso, porque en esa transición se multiplican los síntomas de la exclusión: aislamiento, adicción, suicidio, misoginia. El sistema simbólico colapsa, y el cuerpo social enferma.
¿Qué hacer? Volver al mito. No al mito antiguo, sino al gesto de narrar. Necesitamos inventar nuevas formas de decir lo masculino, fuera del mandato de la fuerza o del salario. Nuevas figuras que no compitan con lo femenino, sino que se inserten en otra lógica de reciprocidad. Porque como bien enseñó la antropología, toda sociedad necesita intercambios: dar, recibir, devolver. Hoy, los hombres no saben qué dar, no saben cómo recibir, y no tienen nada que devolver. No por pereza, sino porque el guión ha cambiado y nadie les entregó el nuevo libreto.
Quizás no se trata de restaurar al hombre, sino de recomponer la estructura simbólica que dé lugar a todas las formas de estar en el mundo. Una donde ya no sea imprescindible proteger, sino acompañar. No tanto proveer, como compartir. Una masculinidad sin épica, sin mandato, pero con sentido.
Porque sin mito, no hay pertenencia. Y sin pertenencia, no hay humanidad.
Por Mauricio Jaime Goio.