A ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, Occidente parece seguir rehén de su propia conciencia. La memoria del Holocausto ha sido utilizada como escudo moral por un Estado que hoy somete y arrasa. Hannah Arendt nos enseñó a desconfiar de los automatismos del poder y de las narrativas de impunidad. Gaza no es una nota al pie: es el espejo más crudo de nuestra decadencia ética.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, el mundo no solo quedó marcado por el horror de los campos de exterminio, sino también por la vergüenza de haberlo permitido. El pueblo judío, brutalmente diezmado, quedó instalado en la conciencia occidental como víctima permanente, símbolo de una humanidad que debía ser rescatada de su propia barbarie. Se construyó entonces una deuda histórica, una expiación que se volvió fundamento político. El nacimiento del Estado de Israel no fue solo una decisión geopolítica, sino también un acto simbólico de redención.
Pero los símbolos, cuando se convierten en herramientas de poder, se desgastan. Lo que comenzó como una lucha por la sobrevivencia, ha devenido, al menos en su manifestación estatal en un régimen que reproduce, de forma brutal, muchas de las lógicas que sufrió. Hoy, con Gaza convertida en una trampa sin salida, sin agua, sin alimentos, sin hospitales operativos, la conciencia mundial asiste a un espectáculo grotesco: el del antiguo perseguido que se vuelve perseguidor. Y, sin embargo, Occidente guarda silencio. ¿Por qué?
Hannah Arendt comprendió con una lucidez dolorosa que los crímenes del nazismo no podían explicarse por una doctrina particularmente malvada, sino por una estructura de obediencia y falta de pensamiento. La “banalidad del mal”, como la llamó, era esa capacidad de hacer daño sin odio, sin pasión, simplemente porque se obedecen órdenes o se cumplen funciones. El problema no era Eichmann como monstruo, sino como burócrata. El hombre que mata sin pensar, que deja de ser sujeto moral.
En Eichmann en Jerusalén, Arendt observó también otra paradoja. El pueblo que había sufrido la más atroz deshumanización corría el riesgo de construir su identidad en torno al dolor, volviéndolo intocable. “Yo no amo al pueblo judío, amo la justicia”, escribió, en una frase que le valió enemigos de por vida. Pero esa frase hoy resuena con fuerza, cuando las bombas caen sobre niños en Gaza y los hospitales colapsan sin que la comunidad internacional levante la voz. Porque ya no se trata solo de una guerra. Se trata de la destrucción sistemática de una vida posible para el otro.
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Comparar Gaza con el Gueto de Varsovia parece, a primera vista, una provocación. Pero es una comparación que no se hace desde la simetría militar, sino desde la lógica del cerco. Desde la imposibilidad de huir. Desde la deshumanización progresiva del enemigo. Desde la manera en que la vida se reduce a sobrevivencia, y el mundo observa con una mezcla de culpa histórica y cálculo político. El problema es que esa culpa está vencida. El crédito moral de Israel —ese que Occidente firmó tras Auschwitz— se ha agotado. Y nadie quiere decirlo en voz alta.
En Gaza no solo se están violando derechos humanos. Se está quebrando, en cámara lenta, la posibilidad misma de creer en los valores que Occidente dice representar. Y esa fractura tiene consecuencias. Porque el silencio también construye narrativas. Y lo que el mundo está diciendo hoy, al callar, es que no todos los seres humanos merecen la misma indignación.
Este no es un texto contra el pueblo judío. Es un texto contra la inversión perversa de una memoria que debería servirnos para cuidar al otro, no para justificar su aniquilación. Gaza no es una excepción. Es el síntoma de un mundo donde la historia ya no sirve para aprender, sino para justificar. Y donde la justicia se mide con reglas diferentes, según quién detente el poder. Hannah Arendt nos advirtió que el mal no desaparece, cambia de ropaje. Y que el mayor crimen es dejar de pensar.
Por Mauricio Jaime Goio.