¿SANTI, POR QUIÉN HAY QUE VOTAR?
Santiago Terceros Pavisich
Bolivia transita un punto de inflexión pocas veces visto en su historia democrática reciente. La profundidad de la crisis económica, el agotamiento del modelo y la cercanía del proceso electoral han terminado de marcar —con fuerza— el camino de su futuro inmediato.
Los fantasmas del pasado aún asustan a algunos. Quienes todavía ven al viejo régimen masista como una amenaza inminente deberían, quizás, revisar sus temores. El ciclo político del Movimiento al Socialismo ha concluido, no por obra de una gran fuerza externa, sino por el colapso autoinfligido de un proyecto que se devoró a sí mismo. Más allá de ciertas discusiones sobre la diferencia entre un proceso de cierre y un cierre definitivo, lo cierto es que el MAS y su forma de ejercer el poder tienen ya escrita su acta de defunción. Quedarán algunos coletazos, sí, rezagos de su estructura, incluso reminiscencias emocionales en parte de la ciudadanía, pero la dirección de la historia es inequívoca.
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Ni siquiera el propio masismo mantiene el tono de antaño. Hoy su azul se desdibuja para intentar desmarcarse de la tragedia política que ayudaron a construir. Es inevitable: el fin del ciclo ha llegado. Ahora solo resta cumplir el calendario hasta el 8 de noviembre, cuando concluya formalmente una gestión nefasta y se abra, ojalá, una nueva oportunidad.
Un giro ideológico ya asumido
Lo verdaderamente notable de este momento no es solo la caída del viejo orden, sino el consenso que emerge, incluso desde los sectores más a la izquierda del espectro político. Hoy todos los candidatos, sin importar su retórica previa, coinciden en un puñado de necesidades básicas: una reforma del Estado que lo haga más ágil y menos clientelar; la reducción del déficit fiscal; la eliminación gradual de las subvenciones a los hidrocarburos; una descentralización más profunda para que los recursos lleguen directamente a las regiones. A eso se suman temas que algunos podrían considerar secundarios —como educación, salud, gobierno digital, ciencia o infraestructura— pero que son, en realidad, las columnas sobre las que se sostendrá el futuro.
Este consenso mínimo es el verdadero giro ideológico. Hoy nadie plantea seriamente un retorno al modelo rentista hipertrofiado. Todos aceptan la necesidad de sanear las finanzas, de abrir el espacio a la inversión, de profesionalizar la administración pública. El debate dejó de ser sobre el qué y pasó a ser sobre el cómo.
Dos llaves para el futuro: Asamblea y gobernabilidad
Por eso la decisión del voto, esta vez, no pasa estrictamente por coordenadas ideológicas. El viraje ya está dado. El voto se juega en dos terrenos fundamentales.
El primero es la Asamblea Legislativa. Lo hemos repetido domingo tras domingo: la fortaleza y la lucidez de quienes resulten electos como legisladores será decisiva para encarar los cambios que Bolivia necesita. Desde ahí deberán reescribirse normas, ajustar procedimientos, modernizar el aparato del Estado. Y fiscalizar, claro.
El segundo terreno es la capacidad del próximo liderazgo ejecutivo para entender el momento histórico y articular acuerdos reales. Esto no es solo retórica de campaña. El nuevo presidente tendrá que dialogar —y negociar— con el poder judicial, con los gobiernos subnacionales, con los actores económicos, con los sindicatos. Necesitará, además, un manejo profundo del funcionamiento del Estado posconstituyente: ese Estado que creció de forma exponencial desde 2009, con un andamiaje legal y burocrático muy distinto al de hace apenas dos décadas.
El segundo terreno es la capacidad del próximo liderazgo ejecutivo para entender el momento histórico y articular acuerdos reales. Esto no es solo retórica de campaña. El nuevo presidente tendrá que dialogar —y negociar— con el poder judicial, con los gobiernos subnacionales, con los actores económicos, con los sindicatos. Necesitará, además, un manejo profundo del funcionamiento del Estado posconstituyente: ese Estado que creció de forma exponencial desde 2009, con un andamiaje legal y burocrático muy distinto al de hace apenas dos décadas.
Habrá ganadores y perdedores. Cualquier política pública los produce. Las reformas que se avecinan también tendrán un costo. El próximo gobernante necesitará habilidades específicas para gestionar esas tensiones, amortiguar el impacto sobre los sectores más vulnerables y mantener a la vez el rumbo de las transformaciones.
¿Quién entiende este momento?
Por eso la elección no debería resolverse con slogans vacíos o con encuestas superficiales. En el abanico de candidaturas hay quienes pueden mostrar una trayectoria opositora de largo aliento, comprometida con la institucionalidad, con capacidad técnica y con una hoja de vida vinculada a la función pública. Hay también quienes han hecho de la lucha contra la corrupción una causa concreta —no un simple adorno discursivo—, entendiendo que la corrupción fue el virus más letal que dejó el régimen anterior.
No menciono nombres por razones evidentes. Pero si se leen entre líneas, resulta fácil identificar quién combina principios sólidos con la habilidad para negociar, quién ha hablado de un Estado tranca, que no dejará pasar la corrupción, quién defiende una descentralización genuina, quién propone bonos verdes y busca revalorizar el peso del boliviano. Es alguien con potencial, aunque no encabece las encuestas (por ahora) y cuyo apellido conecta con una historia de la cual Bolivia puede —esta vez— aprender sin repetir errores.
La generación del Bicentenario
Todo esto ocurre, además, en el umbral del bicentenario. Y eso no es un dato menor. Porque más allá de proyectos personales o de coyunturas electorales, hay una generación entera que empieza a tomar conciencia de su responsabilidad histórica. Es la generación del Bicentenario. Una generación que no espera salvadores, que no se resigna a nostalgias ni al cinismo, que entiende que el futuro no se decreta: se construye, con paciencia, con reformas, con consensos y también con coraje.
El 17 de agosto será un hito. No solo porque Bolivia volverá a votar. Será el Día de la Bandera, un símbolo que nos invita a mirar el país desde lo alto pero también desde lo próximo: desde el barrio, desde la comunidad, desde la trinchera personal donde cada uno decide comprometerse.
Nos vemos el próximo domingo. Y también en la papeleta.