En la teoría política moderna se reconoce al Estado como el único actor legítimo con capacidad para ejercer la violencia. Max Weber lo definió con precisión al sostener que el Estado es aquella organización que reclama para sí el monopolio del uso legítimo de la fuerza dentro de un territorio. Pero, ¿qué ocurre cuando ese monopolio se desvía de su función legal y se convierte en un mecanismo de represión?
En Bolivia, ese desvío se ha convertido en una triste realidad. Desde hace más de dos décadas, el uso de la violencia ha dejado de ser excepcional para convertirse en una herramienta cotidiana del ejercicio político. Ya no se trata de proteger a los ciudadanos, sino de someterlos, callarlos y controlarlos desde una estructura de poder cada vez más autoritaria. Este fenómeno, ampliamente denunciado, ha sido denominado “terrorismo de Estado”. No se trata únicamente de la violencia física, sino de un conjunto de mecanismos institucionales diseñados para coartar las libertades básicas de la ciudadanía: libertad de expresión, de prensa, de asociación y hasta de pensamiento.
Bolivia ha sido testigo de esta evolución desde la llegada del Movimiento al Socialismo (MAS) al poder. Lo que en sus inicios se presentó como una alternativa popular al neoliberalismo, hoy se ha transformado en un régimen que reproduce prácticas propias de los gobiernos autoritarios que alguna vez criticó. La violencia ya no se ejerce solamente desde las fuerzas del orden, se ha expandido hacia múltiples frentes: el judicial, el mediático, el simbólico y el económico. No se trata únicamente de represión física, sino de un sistema integral de silenciamiento, persecución y control.
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Uno de los elementos más visibles de esta maquinaria es la violencia mediática. Medios de comunicación cooptados, periodistas perseguidos o autocensurados y una opinión pública colonizada por un relato único, diseñado para justificar lo injustificable y perpetuar un poder cada vez más ilegítimo. Los medios que se resisten a este esquema sufren represalias que van desde la asfixia económica hasta el acoso judicial. El pluralismo ha sido sustituido por una narrativa hegemónica que promueve el miedo, la desinformación y la obediencia ciega.
En paralelo, la violencia judicial se ha convertido en una de las armas más peligrosas del régimen. No se juzga por delitos, sino por opiniones; no se investiga para impartir justicia, sino para disciplinar a los disidentes y proteger a los allegados del poder. El sistema judicial boliviano ha perdido toda credibilidad. Jueces y fiscales actúan como funcionarios políticos; sus decisiones no se basan en las leyes, sino en las directrices del poder central. Así, la justicia se transforma en una herramienta de venganza.
A esto se suma una violencia física legitimada e incluso organizada por el poder. Los movimientos sociales han sido convertidos en verdaderas milicias partidarias, su función actual es imponer por la fuerza lo que no puede justificarse con razones, estos grupos actúan como brazo armado del oficialismo. Lo que deberían ser demandas sociales se transforman en extorsión, bloqueos y amenazas; las calles y las carreteras se han convertido en campos de batalla y la política en guerra.
Esta estrategia ha consolidado un sistema de miedo, donde hablar, opinar o disentir implica riesgos concretos. Muchos bolivianos han optado por el silencio, no por apatía, sino por miedo; una sociedad amordazada difícilmente puede construir una democracia saludable. Las consecuencias de este sistema son devastadoras, no sólo se erosiona la confianza en las instituciones, sino que se destruye el tejido social. Cuando el miedo se instala en la cotidianidad, el diálogo se rompe y la violencia se normaliza.
Llama mucho la atención de que cada episodio violento en Bolivia tenga una figura recurrente: Evo Morales. Ya sea desde el gobierno o desde las sombras del poder. Su nombre aparece siempre vinculado a la polarización, el conflicto, la represión, violación y muerte.
La democracia boliviana se encuentra, hoy por hoy, atrapada en un callejón sin salida. Sus instituciones han sido colonizadas, la ciudadanía está dividida y la violencia se ha convertido en el idioma común del poder. Pero aun así, es posible resistir. El primer paso es recuperar el Estado de derecho, esto implica no sólo reformar las instituciones, sino también reconstruir la cultura democrática, volver a creer que las ideas deben debatirse, no eliminarse.
También es urgente romper el monopolio del relato. Una sola voz, un solo discurso, una sola verdad, son propias de los totalitarismos. Bolivia necesita diversidad de pensamiento, libertad de prensa y una opinión pública crítica y activa.
No será fácil. Veinte años de violencia no se borran de un plumazo, pero cada gesto de valentía, cada acto de resistencia, cada palabra pronunciada en libertad, abre una grieta en el muro del miedo. El futuro de Bolivia depende de su capacidad para volver a encontrarse como nación. Y eso sólo será posible cuando entendamos que la violencia no es poder, sino su fracaso más absoluto. Gobernar no es someter; gobernar es servir y servir es escuchar.
Marcelo Miranda Loayza
Teólogo, escritor y educador