En plena crisis económica, social e institucional, Bolivia requiere propuestas serias, viables y técnicamente solventes.
El programa de gobierno de Manfred Reyes Villa, presentado bajo el lema “Transformaciones para Bolivia” y el modelo “Bolivia 180°”, promete justamente eso: un nuevo rumbo. Sin embargo, al escarbar más allá de los eslóganes, queda en evidencia una propuesta desequilibrada, plagada de incongruencias, promesas inviables y peligrosas simplificaciones.
Manfred se presenta como un político pragmático, sin ideología, que “toma lo mejor del Estado y del mercado”. Su frase estrella, “tanto Estado como sea necesario y tanto mercado como sea posible”, suena bien en campaña, pero en la práctica es ambigua y oportunista. No define límites al rol estatal ni traza una hoja de ruta coherente.
Es simplemente una fórmula vacía que le permite oscilar libremente entre el populismo económico de derecha y la ortodoxia liberal clásica, sin el costo político de comprometerse con una visión estructurada de país.
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El resultado es un programa sin músculo técnico, sin marco institucional y sin jerarquización de prioridades, elaborado más para sostener una narrativa de eficiencia que para resolver las profundas desigualdades que atraviesan al país.
Un ejemplo paradigmático —y a la vez profundamente irresponsable— es la promesa de abastecer gasolina y diésel a Bs 5 por litro, sin subvención. Según Manfred, esto sería posible porque existen refinerías que venden combustible a menos de 0,40 dólares por litro.
Pero un simple cálculo basta para refutarlo: si el barril de petróleo ronda los 80 dólares (y sube aún más por los conflictos en Oriente Medio), el costo de producción ya supera los Bs 6,50 por litro, sin contar transporte, tributos ni márgenes de comercialización. No existe evidencia técnica ni contratos que sustenten esta afirmación. La propuesta está construida sobre cifras falsas, cálculos virales y especulación digital. No es una política pública: es propaganda de redes sociales.
A esto se suma otra propuesta de dudosa viabilidad: la creación de un fondo de estabilización de 10.000 millones de dólares financiado por ventas anticipadas de litio. Bolivia no cuenta con producción industrial de litio en volumen exportable; ni siquiera las piscinas de evaporación funcionan a escala operativa. No hay contratos firmados con cláusulas de offtake verificables, y el precio internacional del litio es volátil, con caídas de hasta el 80% en menos de un año. Apostar a ingresos hipotéticos provenientes de un recurso aún no explotado es reeditar la lógica del “vivir del futuro”: hipotecar reservas estratégicas para sostener promesas presentes.
Pero el problema no termina allí. El programa propone una agresiva reducción tributaria: bajar el IVA del 13% al 10%, eliminar el Impuesto a las Grandes Fortunas, reducir el Impuesto sobre las Utilidades de las Empresas al 20% y suprimir la UFV. A ello se añaden incentivos fiscales masivos para exportadores y nuevos emprendedores. Estas medidas, tomadas en conjunto, implican una caída significativa de ingresos para el Estado.
¿Cómo se financiarán entonces los servicios públicos? ¿Qué fuente de compensación realista se propone? Ninguna. El discurso se basa en el supuesto de que reduciendo impuestos se dinamiza la economía y se recauda más, una narrativa ampliamente refutada por la evidencia empírica en países de baja presión tributaria como el nuestro.
Lo más grave es que todos los incentivos se concentran en los sectores más privilegiados, mientras que se eliminan de forma casi absoluta las políticas redistributivas del Estado. Es un programa regresivo, pensado para beneficiar a las élites económicas, sin ofrecer mecanismos de equidad o justicia fiscal.
Paradójicamente, mientras desmantela la capacidad recaudatoria del Estado, el plan promete aumentar el gasto en justicia, institucionalidad, infraestructura, salud, educación y tecnología. Se promete más con menos. Una ecuación insostenible que solo puede conducir a un mayor déficit y a una peligrosa dependencia del financiamiento externo. Es una política de desequilibrio estructural disfrazada de reforma técnica.
Otro punto crítico es la propuesta de establecer un tipo de cambio fijo durante la etapa de estabilización. Con unas Reservas Internacionales Netas bajo mínimos históricos y un déficit fiscal creciente, fijar el tipo de cambio sin respaldo real es una receta directa para la crisis. En contextos de desconfianza, una medida de este tipo genera expectativas devaluatorias, fuga de capitales y presiones sobre la moneda. Casos como Argentina, Venezuela o Sri Lanka ya han demostrado que la estabilización no se decreta: se construye con disciplina fiscal, autonomía técnica y confianza institucional. Nada de eso aparece en este programa.
En paralelo, se plantea una apertura comercial acelerada: eliminación de aranceles, liberalización del mercado de divisas, supresión de la subvención a los combustibles y privatización selectiva de empresas públicas. Bajo el rótulo de “modernización” se esconde una desprotección sistemática del aparato productivo nacional. Bolivia no cuenta con infraestructura logística adecuada, ni con un entorno empresarial competitivo a nivel internacional, ni con mecanismos de defensa comercial sólidos.
En este escenario, abrir los mercados de forma indiscriminada solo profundizaría la desindustrialización, incrementaría el desempleo formal y ampliaría el déficit comercial. Es un guion de manual liberal aplicado en un país que no tiene ni las condiciones ni la institucionalidad para soportarlo.
Pese a su envoltorio tecnocrático, el programa cae una y otra vez en medidas de corte populista. Propone, por ejemplo, la privatización del sistema penitenciario y el uso masivo de brazaletes electrónicos como solución al colapso carcelario. Una medida simplista, riesgosa y propensa a la mercantilización de la justicia. También plantea la creación de guardias autonómicas, una figura claramente incompatible con el marco constitucional y peligrosa desde la perspectiva del monopolio legítimo de la fuerza.
Además, propone reestructurar el sistema judicial, el Banco Central, las empresas públicas y el régimen tributario, reformas que implicarían un rediseño constitucional profundo y acuerdos de alto nivel político, imposibles de ejecutar sin una mayoría parlamentaria ni una base social que las respalde. Son propuestas maximalistas que se presentan como decisiones administrativas, cuando en realidad implican transformaciones institucionales de altísimo costo político.
A todo esto se suma un conjunto de ausencias que no pueden pasarse por alto. El programa no plantea una agenda estructural de lucha contra el narcotráfico, la minería ilegal ni la informalidad laboral. No hay un enfoque serio de género: la única mención a las mujeres aparece limitada al ámbito rural, sin considerar su participación en la economía urbana, en la política o en el sistema productivo. Pero quizás la omisión más grave es la invisibilización total de la cuestión indígena.
En un Estado constitucionalmente plurinacional, no puede haber un programa de gobierno que no contemple ni una sola propuesta vinculada a los pueblos originarios, sus derechos colectivos, sus territorios ni su participación política. Este silencio no es neutro: expresa un retroceso ideológico que borra a una parte fundamental del país del horizonte de las políticas públicas. En tiempos donde se exige mayor inclusión, reconocimiento y justicia histórica, esta omisión es tan reveladora como inaceptable.
El país se encuentra frente a una encrucijada histórica, con una economía extenuada, una institucionalidad erosionada y una ciudadanía golpeada. Ante ese escenario, la responsabilidad de quienes aspiran a gobernar no puede reducirse a discursos funcionales o promesas envueltas en tecnicismo sin sustento. El programa de Manfred Reyes Villa, pese a su retórica de cambio, carece de profundidad técnica, realismo económico y viabilidad política. No ofrece soluciones estructurales, sino una combinación de recetas de ajuste, liberalismo descontextualizado y populismo fiscal.
A Bolivia no le faltan frases optimistas; le faltan propuestas serias, ejecutables y ancladas en su compleja realidad social y territorial. Y eso, lamentablemente, es lo que este programa no logra entregar. Peor aún, en esa fórmula de mercado sin país, quedan fuera las mujeres, los pueblos indígenas y todos los sectores que nunca han sido prioridad para quienes diseñan desde arriba sin mirar abajo.