La democracia no se defiende con fusiles ni se reconquista con dinamita. En Bolivia, el país ha entrado en una espiral de violencia alimentada por quien alguna vez se proclamó defensor de los humildes y hoy se devela como el promotor más implacable del luto y la masacre al pueblo: Evo Morales.
Desde hace más de una semana, el país asiste a una operación de asedio cuidadosamente organizada y ejecutada por sus operadores políticos y sindicales. Las carreteras están tomadas, no por ciudadanos en resistencia civil, sino por grupos que actúan con lógica militar y armamento letal. Policías enviados a cumplir con su deber han sido asesin@dos con armas de fuego o apedre@dos hasta la muerte. Van tres efectivos confirmados. Todos ellos, jóvenes de menos de 30 años, murieron cumpliendo su obligación de resguardar el orden.
Pero la tragedia no se limita a las filas policiales. Personas civiles han muerto al no poder recibir atención médica, ambulancias han sido bloqueadas, y los insumos vitales como sangre y medicamentos no llegan a destino. Hay ciudadanos que han sufrido infartos en medio del bloqueo, niñ@s que no reciben tratamiento, familias enteras que ven comprometida su subsistencia diaria por falta de alimentos. La violencia no distingue: ha comenzado a devorar al país.
Esto no es una protesta. Es una operación de cerco. Y lo que estamos enfrentando ya no puede ser calificado de manera eufemística como “tensión social”. Lo que se está ejecutando son actos terrorist@s: la quema de vehículos, el uso de explosivos cerca de autorid@des judiciales y electorales, el sabotaje a servicios esenciales, la toma armad@ de puntos estratégicos. Cada paso ha sido diseñado no para reivindicar derechos, sino para quebrar la institucionalidad democrática y reinstalar a Evo Morales en el poder, no por vía electoral, sino por la fuerza bruta.
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El Gobierno, por temor al costo político, ha optado por no ejercer el monopolio legítimo de la fuerza. No les permite a l@s policías y militares el uso de armas reglamentarias por ahora. Pero llega un momento en que la pasividad deja de ser prudencia y se convierte en irresponsabilidad. Eso sí: que no se malinterprete. La salida no puede ser, ni debe ser ahora, una declaración apresurada del estado de excepción. Esa es una medida extrema, y la Constitución solo permite su aplicación una vez por año, por tiempo definido. Aún faltan dos meses para las elecciones, y nadie puede prever qué escenario se presentará después. Si se agota esa herramienta ahora, cuando l@s violent@s vuelvan a reorganizarse —porque lo harán—, el Estado quedará sin margen legal de reacción. Por eso, el estado de excepción no es ni debe ser la primera opción, y menos aún una medida reactiva sin planificación.
Por otro lado, si el Estado no actúa con estrategia, firmeza y legalidad, la violencia se normaliza, y el mensaje que se envía es claro: el poder no se gana en las urnas, se toma por la fuerza. Y el único actor político en Bolivia hoy dispuesto a mat@r para retenerlo es Evo Morales.
El exmandatario ha cruzado un punto de no retorno. Ya no puede posar de víctima ante la comunidad internacional. Ha dejado atrás los disfraces de diálogo y se ha quitado la máscara de pacificador. Su retorno al poder, si se consuma, será la entrada definitiva a un régimen más despiadado, más autoritario, más sangriento. Porque quien mata para volver no gobierna: impone desde una dictadura.
El militar, el policía, el servidor público… no es que vayan a aguantar mucho ni a actuar con extrema violencia, porque ven con claridad el horizonte: promociones enteras están en el exilio, otras tantas están encarceladas por situaciones pasadas en las que tuvieron que resguardar el orden constitucional. No hay seguridad jurídica para el cumplimiento de sus funciones. Pese a ser hoy el blanco de la furia de quienes no toleran límites a su ambición, cualquier ratito levantarán las manos: están perseguid@s y amenazad@s por el mismo Evo Morales.
Volviendo al punto: lo que Morales busca no es justicia, sino impunidad. No quiere elecciones, quiere imposiciones. No le interesa la democracia, le interesa el poder desnudo. Y lo quiere a cualquier costo, incluso el de vidas humanas.
Lo que está ocurriendo ya no es un conflicto político. Es terror!smo. Y si como país no tenemos el valor de llamarlo por su nombre, si no se activa la defensa institucional con inteligencia, legalidad y determinación, si no se protege a la ciudadanía del chantaje de la violencia, si la ciudadanía no se une en apoyo institucional a las fuerzas del orden y su legítimo deber, entonces habremos aceptado que en Bolivia la ley es solo un papel y que la democracia tan frágil que se puede inc3ndiar.
Tomemos conciencia de lo grave que es la situación para el país, con muertos, con armas, con terror, no se construye democracia: se cimienta una tiranía.