Fuente: https://ideastextuales.com



En 2002, Bolivia ocupaba el puesto 55 entre los más corruptos del mundo -entre 160 países analizados- y segundo en Latinoamérica, detrás de Paraguay.

Evo Morales, en 2009, decía que “ya no somos subcampeones de la corrupción”.  Ese mismo año entraba en vigor la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia, una norma suprema que distó de ser el documento debatido en el marco de la Asamblea Constituyente de 2008 y, en su lugar, surgió del pacto parlamentario en el Congreso y sometido al referéndum aprobatorio que le dio origen legal.

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La nueva narrativa constitucional instaló discriminaciones, neologismos e instituciones estatales con el fin de “borrar” la deuda social de la República con los pueblos indígenas y los campesinos.

Los llamados movimientos sociales se constituyeron en nuevas formas de sindicalismos organizados para percibir tinglados azules en casi todas las localidades del país, cuotas de poder en un aparato estatal sinfín y sedes sindicales a cambio de organizaciones dispuestas a militar “el proceso de cambio”.

A título de una «marginalidad» de 500 años, mientras el mundo avanzaba a dejar atrás el Día de la Raza, se impuso la supremacía de una cultura andina sometida por el Imperio Incaico, bajo diferentes modalidades y apodos para desplazar todo un andamiaje de ocupación de cargos estatales nacionales, departamentales y locales, de propiedad de las tierras productivas y áreas protegidas, de medios de comunicación, de empresas públicas y privadas, de ámbitos de educación, abastecimiento y representación internacional. Lo simbólico nacional ya no fue la tricolor, el himno, ni la khantuta y el patujú, sino los trazos monolíticos aymaras y quechuas, el casco minero, la quema ritual de fetos de llamas; la camijeta oriental, el sombrero de sao, el «progi» machetero, fueron apropiados como disfraces de ocasión por los nuevos «plurinacionales» de visita a los territorios que producen alimentos mientras les sustituyen las formas de organización, les corroen y carcomen las autonomías, les suplantan las representaciones. Por la fuerza, por la nueva legalidad o por la renuncia a la resistencia ante la posibilidad de un acomodo antes que una muerte civil, la anomia se expandió sin más precedentes que la de los pueblos que aceptan la ley del más fuerte a cambio del fin de bloqueos, de toma de tierras, de obras y servicios que no llegan y pegas que no alcanzan, del tráfico de niñas a cambio de favores políticos, de la limosna grande o chica donde se hace costumbre y nadie desconfía, de regalos millonarios por licencias o negocios monumentales, de la cuota parte para un cargo público, un contrato estatal, una sentencia judicial, una vista gorda a un delito ambiental.

La “justicia comunitaria”, otra retórica constitucionalizada a título de reconocer los modos y las costumbres de las culturas anteriores al arribo del Estado republicano, desconocieron el mestizaje y el principio fundamental y derecho humano básico de la igualdad ante la ley. Para la “justicia ordinaria”, el modelo fue allanarla y someterla al poder del gobernante y aplicar, de manera implacable, el derecho penal del enemigo, la persecución política y la extorsión de procesos judiciales a quien no se doblara ante el mandato de conveniencia.  Tristemente célebre fue la sentencia del ex ministro del régimen de facto del dictador García Meza, Luis Arce Gómez, advirtiendo “que se anden con la Biblia bajo el brazo” o la frase atribuida al Gral. Bánzer “a los amigos todo, a los enemigos palo”:  Evo Morales las aplicó, el otro Luis Arce, su ministro y luego presidente, las continuó.

El discurso funcionó mientras hubo dinero en el Estado para repartir discrecionalmente a través de enormes despilfarros como el Fondo Indígena y más de 150 empresas públicas -la mayoría deficitaria-, la persecución impositiva, el control político y económico desde el poder central sobre los gobiernos departamentales, municipales y universitarios, los gremios, los productores y las empresas de todo tamaño legalmente establecidas.

Cuando desfondaron las arcas del Estado, el modelo económico, social, productivo, que nunca lo fue, hizo aguas… para todos los que no son sus empleados.  La mayor parte de la población boliviana no vive de un sueldo, sino del comercio informal, del emprendimiento personal o familiar.  Las categorías de los seres humanos de las 36 naciones e “indígena campesino originario”, instituida en la Constitución de 2009, hacen tanta fila por diesel, gasolina, gas, y sufre el alza de precios desde el pan, el kilo de arroz, de azúcar, el litro de aceite, hasta cualquier insumo de la vida diaria, como cualquier mestizo.

En el Estado Plurinacional de Bolivia, la desinstitucionalización es tan aberrante que ya no interesa que el alcalde de la ciudad más grande del país lleve medio año sin proporcionar el desayuno escolar a medio millón de estudiantes, una función que no es potestativa, que no está librada a que elija cumplirla o no, sino determinada por ley.  O parece dar igual que un ex presidente “buscado” por la Fiscalía por trata de personas y violación de menores, que ordena cercar ciudades, que bloquea carreteras, que sus seguidores atacan con dinamita a civiles y a efectivos policiales, siga a sus anchas amenazando impunemente que si no se le permite volver a ser candidato por quinta vez, no habrá elecciones y que si otro resulta electo presidente por el voto popular, no va a aguantar en el gobierno.

 O no resulta relevante, a los creadores de adoración estatal a la Pachamama y a quienes dan palestra en París a un vicepresidente aymara, que -sólo en 2024, para no alargarnos en recordar la recurrencia desde antes de 2019- 12 millones de hectáreas fueran incendiadas en sus narices, producto de la expansión indiscriminada de la deforestación por autorizaciones irracionales a ajenos de las tierras bajas a nombre de “comunidades agrarias”, grandes empresas agrícolas -como la del hijo del mandatario- invadiendo áreas protegidas, sin importarles la ancestralidad de los pueblos nativos amazónicos, chiquitanos, guaraníes; como tampoco les importó los usos y las costumbres de los pueblos andinos a los que les han arruinado las tierras y los ríos con el mercurio que siembran los mineros buscadores de oro.

O resulta sospechoso, de derecha o traidor en ciernes, quien no porte credencial de algún ministerio, sindicato, federación u organización reconocida como «movimiento social» y levante la voz apuntando a que el emperador va desnudo, que el socialismo del siglo XXI hambrea y que la corrupción apesta.

Simplemente, Evo Morales creyó e hizo creer que el Estado es él, donde los abogados le arreglan las sentencias, los procesos legales y la letra chica de reglamentos y decretos en contravención a las leyes, donde quien no se atenga a las consecuencias, ande con la Biblia bajo el brazo y quien no sea amigo -amigo como tantos que ha logrado en el masismo y entre los que reniegan pero han claudicado-, quien no lo sea reciba palo, cárcel o muerte civil; cree que por obra y gracia de sus designios podrá continuar apropiándose de la voluntad de las mayorías desde las arcas públicas que vació y a las que ya es imposible que retorne de forma democrática.

A diferencia de cualquier Estado totalitario que enaltece y que emula, algunos que continúan en Cuba, Venezuela, Irán, Nicaragua, Rusia, China, a Evo Morales le resta responder por un Estado fallido en el que la mayoría de las víctimas (mestizos, «indígena originario campesino», blancos, todos bolivianos) se asegurarán que, a diferencia de su rencor y de su odio, la mayor venganza sea -sin categorías especiales- una verdadera justicia en una nueva etapa republicana.

Por Gabriela Ichaso.