El silencio se ha vuelto un lujo escaso. Desde las ciudades hasta las redes sociales, el ruido constante ha conquistado nuestras vidas. Este texto explora cómo el exceso de estímulos ha alterado no solo nuestra salud mental, sino también la posibilidad misma del pensamiento.
Fuente: https://ideastextuales.com
Silencio. Esa palabra que antes evocaba monasterios, bibliotecas, desiertos o montañas, hoy parece una palabra exótica, una rareza en vías de extinción. En su lugar, la modernidad nos ofrece un zumbido constante. Llámese tráfico, notificaciones, ventiladores, pantallas, voces, algoritmos que no callan. El mundo contemporáneo no sabe, o no quiere, guardar silencio. Y tal vez esa incapacidad esté diciendo más de lo que creemos.
En las grandes ciudades de América Latina, los decibeles no bajan ni de noche. Santiago, Bogotá, Ciudad de México o São Paulo han normalizado un paisaje sonoro saturado, donde el ruido no es solo contaminación, define una forma de estar en el mundo. Los bocinazos ya no son accidentes acústicos, son una especie de gramática urbana. Callar es casi una amenaza, un vacío que incomoda. En el metro, en los cafés, en la fila del banco, todo está acompañado por música ambiental, anuncios, videos que nadie pidió. Y si el entorno no ofrece ruido, uno mismo lo genera. Hay un vértigo invisible que nos empuja a llenar cada pausa, cada intersticio.
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Este fenómeno va más allá de lo acústico. El ruido moderno es también informativo y emocional. Vivimos saturados de mensajes, imágenes, estímulos visuales. Las redes sociales son una fábrica de ruido afectivo. Opiniones, indignaciones, memes, selfies, etc. Ya no se debate, se reacciona. Ya no se piensa, se emite. Y en ese mar de contenidos, el silencio ha perdido su derecho a existir.
Lo paradójico es que el exceso de ruido no nos ha acercado más a los otros, sino más a nosotros mismos. Pero no a nuestro yo profundo, sino al yo ansioso, performativo, vigilante. Ese que no puede quedarse solo, porque teme lo que podría escuchar si apaga el ruido. El silencio, en este sentido, es insubordinación. Es una manera de reclamar el derecho a la pausa, al pensamiento, a la interioridad.
Algunos espacios intentan recuperarlo. Los retiros de meditación, las cabinas silenciosas en aeropuertos, las campañas de desintoxicación digital. Pero muchas veces esos intentos se convierten en mercancías de lujo, parte del mismo sistema que nos enloquece. Se compra silencio.
En las culturas tradicionales, el silencio era una forma de sabiduría. El silencio no era vacío sino escucha: de la montaña, del río, del otro. Era una disposición del alma. También lo fue para los antiguos griegos, que lo ligaban al sophrosyne, un concepto griego que se traduce como moderación, templanza, prudencia, discreción y autocontrol. Hoy, en cambio, el silencio se asocia al aburrimiento, a la inacción, a la falta de productividad. Es un tiempo que “no rinde”.
Pero sin silencio no hay imaginación. Sin silencio, no hay duelo, ni contemplación, ni posibilidad de comprender el mundo desde otra frecuencia. La cultura contemporánea ha llenado tanto el espacio que ya no sabe cómo vaciarlo. Y tal vez por eso mismo, más que nunca, necesitamos reaprender a callar. A callar no como evasión, sino como afirmación. A callar para poder escuchar, sentir, pensar.
No se trata de romantizar el silencio absoluto, que puede ser también opresivo, como el silencio impuesto en dictaduras o el que acompaña la exclusión social, sino de recuperar el valor del silencio elegido. Ese que permite que las palabras surjan con sentido. Ese que no teme a la pausa porque sabe que ahí habita la verdad.
Por Mauricio Jaime Goio.